'Patriomasoquismo' galo
A quien haya leído en EL PAÍS del domingo pasado la presentación de la catastrófica situación en que, según las fuentes del articulista, vive hoy Francia le será difícil entender cómo es posible que un país que, al parecer, dejó de trabajar en 1980 siga siendo el primer partenaire económico de España; cómo es posible que nos vendan 32.000 millones de euros anuales, sobre todo en bienes de equipo, automóviles, productos farmacéuticos y servicios, constituyéndose con ello en el primer exportador a España, a la par que nos compra 23.000 millones de euros, haciendo de nuestro país uno de sus principales proveedores, sólo precedido por Alemania e Italia. Agreguemos las 1.200 empresas españolas controladas por capital francés, sin olvidar, como nos recuerda Michel Rocard, que Francia es el cuarto exportador mundial y la tercera o cuarta potencia mundial, según los parámetros que se retengan para su cómputo. Por lo demás, los datos del primer semestre de 2003 confortan esta tendencia -más de 17.000 millones exportados a España hasta el 30 de junio-, lo que anuncia una clara superación de los resultados de 2002. Como diría don Juan Tenorio, "los muertos que vos matáis gozan de buena salud". No se trata de negar las tensiones por las que atraviesan las economías europeas, en especial la alemana, francesa e italiana, en buena parte debidas a la discutible pertinencia del Pacto de Estabilidad y a la irrenunciable defensa del modelo europeo de sociedad; pero ello no justifica las predicciones apocalípticas -versión pervertida del wishful thinking-, sino que reclama una nueva estructura de prioridades y una nueva contextualización que elimine sus disfunciones y fallos. Qué duda cabe de que al déficit público francés contribuye de manera importante su presupuesto militar y que dicho déficit podría reducirse además en punto y medio si Francia adoptase el porcentaje español de ayuda a la investigación y a la innovación tecnológica. Pero ¿es buena elección la del pan para hoy, hambre para mañana?
En cualquier caso, la autodescalificación de Francia no es producto del azar, sino resultado de la convergencia entre el despecho de una frustrada ambición soberanista -muy al estilo unamuniano del "me duele España"-, al que habría que apuntar a las revistas Le Point y Marianne; al contagio de la programada francofobia americana en que se sitúa L'Express, y a la búsqueda de la seguridad a cualquier precio representada por el imperio que garantiza al mismo tiempo la protección de Israel y la contención del "imparable antisemitismo" que amenaza nuestras existencias, englobados ambos en la permanente lucha antiterrorista. Dos grupos son los actores de esta convergencia. Por una parte, los justicieros del prêt-à-penser mediático -Glucksmann, Finkielkraut, Bruckner, Bernard Henri-Lèvy, Bernard Kouchner-, con su americanofilia en ristre; y, por otra, los militantes del partido imperial, neoliberales radicales, y muy en primer lugar el panfletista Jean-François Revel y el político Alain Madelin, inflamados defensores de la guerra, a los que últimamente se han sumado unos cuantos autores menores, entre los que figura Nicolas Baverez y su libro La France qui tombe. Su argumentación es muy simple: Francia, agarrotada por sus servidumbres burocráticas y estatalistas, encenagada en la reducción del tiempo de trabajo -Baverez considera que la gran conquista social que fue la ley de 1936 sobre las 40 horas de trabajo constituyó el error más trágico de la política económica francesa de aquellos años-, incapaz de modernizarse y de salir de su estancamiento, es el eslabón más débil de Europa. A lo que añade el desvarío que representa su política exterior y la grave responsabilidad de la pareja Francia-Alemania en la descomposición y parálisis europea, cuyo deus ex machina, para él, es el ministro de Exteriores francés, De Villepin. La original solución que propone consiste en reducir el gasto público, en disminuir la función pública y los funcionarios, en operar más desregulaciones y más reestructuraciones industriales como la vía más segura para aumentar la creación de riqueza. En el ámbito internacional la solución es aún más simple: estricta alineación con EE UU en el marco de un euroatlantismo hermético. ¿Cabe mayor patriomasoquismo?
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