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Columna
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Turismo académico

Puede que todavía no sea muy conocida, pero la noticia es que una gran parte del profesorado universitario está viajando en estos momentos por todo lo largo y ancho del país. Van hacia otras universidades para formar parte en tribunales de tesis, comités de evaluación del profesorado, comisiones de habilitación de futuros titulares y catedráticos o para estar en reuniones de expertos. Es una auténtica fiebre de turismo académico. Tienen que abandonar así sus lugares de trabajo y las tareas académicas, pero no hay ningún problema porque en su propia universidad están otros profesores de fuera que también juzgan, evalúan y planifican. Todo en orden.

La razón es muy sencilla y es que las relaciones académicas y educativas, en general, están bajo sospecha. Se desconfía del profesorado por el temor a que su trabajo esté viciado por el amiguismo, la endogamia o la prevaricación. Se supone que si te envían a otro sitio lejano, eres objetivo y te guías por criterios científicos, pero hay mucha suspicacia cuando actúas en tu propia casa. Ésa es también una de las razones por la que cada día está más de moda la educación a distancia, algo tan difícil como las relaciones sexuales no presenciales, utilizando la jerga actual, porque habrá que reconocer que en toda relación educativa es necesaria la figura del profesor y del alumno, ya sea de forma real, imaginada o simbólica. Pues nada, a viajar todo el mundo para evitar el favoritismo y alcanzar la imparcialidad académica. Imagínense si somos honestos que ahora, cuando estamos valorando si un compañero tiene méritos y trabajos suficientes para desempeñar una cátedra, le tenemos que pedir primero el carné de identidad porque no lo conocemos de nada, absolutamente de nada.

Pasa lo mismo con las investigaciones y los trabajos del profesorado, está mal visto publicarlas en medios cercanos o autóctonos, al margen de su interés y calidad, porque se piensa que eso tiene trampa, que así cualquiera publica. Las ideas académicas tienen que viajar como emigrantes en pateras para que, si sobreviven a la travesía y se hacen un sitio en el extranjero por tolerancia y solidaridad, puedan regresar y ser valorados en tu pueblo con el prestigio un poco paleto del indiano rico. El truco está en viajar para que te juzguen otros y alejarse de la sospecha de los más cercanos.

Es evidente que la endogamia es mala y que el tabú del incesto tiene sus ventajas, porque te obliga al intercambio, a relacionarte con otros y conocer gente. Pero tampoco hay que exagerar demasiado y, con cierta prudencia, utilizar la versión reducida de la norma, que prohíbe las relaciones entre padres e hijos, entre hermanos y poco más, porque si el tabú se amplía también a los vecinos, a los del pueblo cercano o incluso a los de tu país, vamos a tener que hacer muchos kilómetros para encontrar pareja. Y así pasa lo que pasa, que desciende la natalidad, la educación y la investigación, porque nadie está en su sitio y porque fomentamos excesivamente el turismo académico. Lo miren por donde lo miren, la educación necesita un ligero toque de endogamia, de relación incestuosa, para que sea fructífera o, en caso contrario, se arriesga a sufrir de esterilidad y de crecimiento cero. Para qué engañarnos.

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