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ELECCIONES EN MADRID
Columna
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A la desesperada

La confusión, la desilusión y la desorientación, cuando atacan el alma, convierten al sujeto en un pelele que da tumbos a merced del viento. El alma de Madrid rueda revuelta en un torbellino de miserias. Y yo daba vueltas por mi casa pensando en qué puede hacer esta ciudad para despojarse de su sensación de desesperanza (no, no es juego de palabras, qué fácil) cuando, acompañando a un amigo, apareció de visita Javier Jurdao, un humorista. Nos sentamos a charlar sobre las elecciones a la Comunidad, que es tema recurrente. Un tema siempre frustrado, porque el futuro de Madrid ocupa las conversaciones de la gente y, sin embargo, se comprueba cómo una y otra vez queda en una suerte de triste especulación. Acaso curar la depresión política a los madrileños, que es origen del temido abstencionismo, debiera ser el objetivo actual de los candidatos que pretendan recuperar la fe de los ciudadanos.

El caso es que el humorista comparó la política con el fútbol. Dijo algo así como que notaba en la gente ese desánimo que crea la sensación de que, ganara quien ganara, nada iba a cambiar en sus vidas. Que, por mucho que seas del Real Madrid o del Barça, y más allá de una alegría o una decepción que comienza y termina en sí misma, nada en ese triunfo o en esa derrota afectaría de hecho a las condiciones de tu existencia. Eso nos dio qué pensar. ¿Es posible que el juego democrático pueda llegar a consistir en eso? ¿En un intrascendente ejercicio de probabilidades sin expectativa de transformación? Caímos así en la cuenta de que la propuesta de Rafael Simancas de hacer gratuito el transporte público para los jóvenes y los ancianos, tan denostada por sus contrarios, tan despreciada por los escépticos, y más allá de servirnos apenas como mero ejemplo argumental, era una de las poquísimas medidas concretas que lanzaba un candidato, una de las poquísimas ideas materialmente reconocibles por los electores: una de ésas que cambiarían sus vidas. La mayoría de los políticos habla siempre en genérico, a grandes rasgos: la sanidad, la educación, la seguridad; y los ciudadanos, vapuleados además por las traiciones, las corrupciones y las aristocracias, apenas atienden ya a ese discurso conceptual. Por eso, Simancas ha llamado tanto la atención: extraña lo que debiera ser habitual.

Dice Esperanza Aguirre que el PSOE ha hecho esa promesa "a la desesperada". Es posible. Pero la procedencia de una decisión no desvirtúa necesariamente el contenido de la misma. De la desesperación, por mala prensa que tenga y mala consejera que parezca, procede en muchas ocasiones la acción. Y Madrid y la izquierda están urgidas de acción. Quizá hacía falta sentirse desesperado para salir de una inercia que asemejaba tonos, actitudes y gestos. Quizá lo natural sea que un político, cualquier político, se desespere ante la degradación de la realidad y fuerce su discurso. Quizá la desesperación haga olvidar el lenguaje burócrata y atender al sentido de las cosas. Para que la gente entienda y reconozca. Porque, como dijo el humorista, y no era broma, lo que importa a la gente es su vida.

Por su parte, Simancas asegura que, de alcanzar la presidencia de la Comunidad, si una vez llegado el mes de enero no ha cumplido con su palabra, nadie le tendrá que echar: se irá él. ¿Podemos creerle? Sería verdaderamente asombroso que un político fuera capaz de hacer algo así, una lección de honestidad y pragmatismo que dejaría boquiabiertos a sus adversarios y a una ciudadanía que necesita confiar. ¿No serían esas las actitudes que acabarían con el abstencionismo? Ciñéndonos a las promesas electorales, basta ver el ejemplo de la inseguridad ciudadana. Dice Esperanza Aguirre: "Haremos de Madrid el lugar más seguro". Pero esta alegre aseveración resulta de un descaro incomprensible, teniendo en cuenta que en menos de 10 meses se han producido en la región 90 homicidios. Gobernando el PP. ¿Por qué habla la candidata de las bondades del futuro, si el pasado y el presente han estado en manos de su partido y ésos son los resultados?

En fin, que, curiosamente, recordamos después en nuestra charla a Oliver Sacks, el neurólogo escritor. En El hombre que confundió a su mujer con un sombrero aparece la descripción de un síndrome mental cuya peculiaridad consiste en que los afectados son incapaces de reconocer el lenguaje oral, de comprender las palabras y las frases; sin embargo, están dotados de una extraordinaria capacidad de percepción emocional y, ante un interlocutor, aunque no entiendan nada de lo que dice, saben perfectamente si, por adusto que parezca, es de fiar, o si, al contrario, más allá de sus sonrisas esconde aviesas intenciones. Cuenta Sacks que un grupo de estos enfermos fue sometido en EE UU a la prueba de escuchar por televisión un discurso del presidente Reagan, muy serio porque el tema a exponer era de gravedad política: como si estuvieran asistiendo al genial número de un payaso, todos reían a carcajadas ante el circunspecto presidente. Así que decidimos hacer nosotros la prueba con la cara de Esperanza Aguirre, y descubrimos que nos sucede lo que a esos curiosos personajes de Sacks: le vimos la contradicción entre los ojos y la boca. Fuimos de su mirada a su sonrisa y, lejos de ser contagiados por ella, apreciamos una mueca falsa, un buen rollo forzado, una desesperación inútil: aplacada por el poder.

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