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El 'efecto Laporta' y el 16-N

A menos ya de un mes de la importante cita política de las elecciones autonómicas del próximo 16 de noviembre, y casi cuatro meses después de la celebración de los comicios que llevaron a Joan Laporta a la presidencia del Barça, quizá sea interesante intentar analizar cómo el llamado efecto Laporta puede tener inesperadas repercusiones en los próximos comicios autonómicos. La para muchos sorprendente victoria electoral del actual presidente del FC Barcelona frente a un candidato al menos en teoría tan potente y con tantos y tan importantes apoyos como Lluís Bassat, con una contundencia insólita en los resultados de una contienda en la que participaban muchos más candidatos que en anteriores elecciones, hizo creer a algunos que tal vez podría producirse un efecto Laporta también en los próximos comicios autonómicos, a la búsqueda de una renovación a fondo de la vida política catalana en su conjunto, y en concreto en el Gobierno de la Generalitat, monopolizado democráticamente desde 1980 por CiU, como de hecho sucedió entonces en el Barça, tras casi cinco lustros de hegemonía nuñista que tuvo un muy mal final con las presidencias de Joan Gaspart y Enric Reyna.

El 'efecto Laporta' languidece a causa de los malos resultados, el desencanto de los socios y las críticas periodísticas

Apenas cuatro meses después, el efecto Laporta parece que comienza ya a languidecer, fundamentalmente a causa de los malos resultados futbolísticos del primer equipo del club, y también parece que un cierto desencanto se extiende entre un buen número de socios y aficionados barcelonistas, con incipientes pañoladas en el Camp Nou y las primeras críticas periodísticas. Y es que suele ser muy distinto lo que se dice desde una oposición radical y más o menos testimonial, como era la del Elefant Blau, y lo que en realidad puede hacerse desde la gestión diaria de una entidad como el Barça. Como ocurre con la pérdida de la virginidad política de ERC con sus diversos pactos municipales con el siempre anatematizado PP, también la actual directiva azulgrana presidida por Joan Laporta se da de bruces con la pura y dura realidad de un Barça que tal vez sigue siendo más que un club, pero que por ahora todavía no llega a ser un equipo de fútbol de verdad, como los socios y simpatizantes exigen.

El principal vicio o defecto de la sociedad catalana del posfranquismo ha sido y es su constante ensimismamiento, en una suerte de interminable ceremonia de autojustificación colectiva de nuestros males verdaderos o imaginarios, atribuidos casi siempre a supuestos o reales enemigos, tanto exteriores como interiores. Algo muy parecido acontece desde hace mucho tiempo con el propio Barça, a pesar que por lo general sus malos resultados deportivos y económicos obedecen fundamentalmente a pésimas gestiones pasadas y presentes y no a contubernios extraños de sus adversarios deportivos.

Que tras casi un cuarto de siglo de autonomía el Barça siga siendo aún algo así como un símbolo de la catalanidad, como algunos pretenden todavía, constituye un elocuente testimonio del escaso peso político de la Generalitat y de la permanente anormalidad institucional y social en la que vive Cataluña. Aunque es evidente que el FC Barcelona es y debe ser un fiel reflejo de la sociedad catalana, ni puede pretender poseer el monopolio de la catalanidad, ni puede tampoco intentar reducir ésta a una sola concepción de la sociedad catalana, que afortunadamente para todos se caracteriza por su extraordinaria diversidad. El Barça es un club con un peso social importantísimo en Cataluña y fuera de ella, pero por encima de todo debe ser un buen equipo de fútbol capaz de ganar títulos, como desean todos sus socios y seguidores, que en su pluralidad de opciones ideológicas y políticas jamás aceptarán el más mínimo intento de instrumentalización partidista del club.

Todas las encuestas de opinión pública señalan desde hace años que en Cataluña existe un muy amplio deseo de cambio político, como sucedía también en el Barça antes de las pasadas elecciones. Pero es evidente que el simple relevo generacional no basta para que se produzca un cambio de verdad. Baste un ejemplo harto elocuente: ¿qué cambio hay entre George W. Bush y su padre, que fue también presidente de Estados Unidos? Tampoco bastan los deseos ni las ilusiones para que el cambio sea real, como tampoco bastan las proclamas patrióticas ni las modernizaciones de canciones, ni siquiera los gazpachos, las chistorras, las paellas ni las fideuàs para cuadrar un déficit económico galopante ni para conseguir un buen equipo, capaz de conseguir buenos resultados.

El verdadero cambio político a fondo que la sociedad catalana demanda no pasa por un simple relevo generacional, sino por una nueva concepción de la política. Una concepción de la política que no se base en la pura y simple palabrería, que rehúya abiertamente el ensimismamiento en que llevamos viviendo desde hace ya casi un cuarto de siglo y que intente dar soluciones eficaces a los muchos problemas reales que tenemos todos los que vivimos en Cataluña, desde la seguridad en todos sus ámbitos hasta una buena política de integración de la nueva inmigración, pasando, sin duda, por todas las cuestiones relacionadas con la política social, desde la educación a la sanidad, sin olvidar todas esas prestaciones sociales en las que Cataluña, tras más de 23 años de sucesivos gobiernos nacionalistas, no sólo figura a la cola de la Unión Europea, sino que se ha llegado a convertir también en el colista de España.

El cambio político real pasa por hablar quizá un poco menos de Cataluña y de su destino, y ocuparse de verdad de la vida diaria de todos los catalanes. Porque el país es su gente. Como en un club de fútbol lo que realmente importa son siempre los goles, no los gestos ni las soflamas.

Jordi García-Soler es periodista.

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