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Columna
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Gobernar, ¿para qué?

Josep Ramoneda

El debate público parte siempre de un sobreentendido: que hay un cierto consenso sobre lo que significa que un país vaya bien. La hegemonía ideológica quiere discreción. Se da por supuesto, obviamente, que el único objetivo de los partidos es gobernar, se habla de programas y propuestas, pero nunca se plantea la cuestión impertinente: gobernar, ¿para qué? Se debería suponer que la respuesta está contenida en las señas identitarias de los partidos. Pero en las sociedades posideológicas, y sin embargo sobresaturadas de ideología, hay que ser muy ingenuo para no saber que etiquetas como conservadores, democristianos y liberales (maquilladas en España como populares), socialistas o comunistas, que algún día tuvieron fuerte significado, hoy están obsoletas y dan escasa información sobre las intenciones de unos y otros.

Sin embargo, nadie pide precisiones a los dirigentes políticos sobre cuál es su modelo de sociedad, no tanto porque se crea que ya no hay más que un modelo (argumento que no resiste la prueba de la realidad) como porque nadie quiere escaparse del modelo sobreentendido. Con lo cual, el que por tradición, por maneras de hacer y por presupuestos ideológicos es capaz de dar una imagen más cercana al eje hegemónico juega con ventaja. La izquierda en Europa ha forzado demasiado sus propias posiciones para no quedar expulsada del nuevo espacio de lo políticamente correcto y corre el riesgo de quedarse sin perfil. Y sin perfil, en la sociedad mediática, es muy difícil ganar elecciones.

El sobreentendido vigente es que una sociedad va bien cuando tiene un crecimiento económico importante y una mejora constante de la competitividad. Es decir, que se produzca más y se trabaje mejor. Vivimos tiempos en que la economía impone su valor normativo. Y apenas nadie se atreve a ponerlo en cuestión. Alguna voz crítica en el ámbito teórico, alguna voz marginal en el ámbito político. Nada más. Este utilitarismo dominante tiene tres consecuencias. La primera es que es un falso liberalismo, porque, como ha escrito Amartya Sen, "considera que lo esencial no está en la libertad de conseguir resultados, sino en los resultados conseguidos". La segunda es que reduce la capacidad de los ciudadanos de actuar como personas autónomas -es decir, con libertad y responsabilidad social- porque "los proyectos de vida se construyen sobre las opciones de consumo" (Baumann) y porque los ciudadanos -como ha explicado Marcel Gauchet- han acabado integrando psicológicamente el punto de vista del mercado, la necesidad de venderse y optimizar así sus recursos. La tercera es que parte de una idea del ciudadano como un hombre maximizador del interés personal estrechamente definido que -como dice el propio Amartya Sen- no sólo es deprimente, sino que además es falsa, porque los individuos, además de por los intereses, están influidos por las pasiones.

Realmente, ¿el líder político que no suscriba este guión está condenado a la marginación política y a la exclusión? ¿O el miedo de los líderes de izquierdas a asumir un argumento distinto sólo sirve para consolidar una hegemonía y para dejar espacio abierto a los populismos? Los síntomas de restauración conservadora que aparecen por todas partes camuflados entre el discurso de la seguridad antiterrorista y el monopolio del nacionalismo y de la religión en el reconocimiento de las pasiones irracionales de la ciudadanía, deberían sonar como señal de alarma para la izquierda. Realmente, ¿no le queda otra opción que el mimetismo? ¿Quién defiende en este panorama al individuo como sujeto autónomo capaz de realizar plenamente sus objetivos sin que forzosamente pasen por la maximización del salario y de las rentas o por la creencia patriótica o religiosa?

En el caso de España y de Cataluña, el otro factor ideológico que interviene en la configuración del ámbito de lo posible es el nacionalista. En España como en Cataluña, el nacionalismo no es un factor neutral o compartido. Es un arma de acción política partidista. Tenemos un ejemplo bien próximo. El Gobierno del PP utiliza la fiesta nacional para convertirla en un homenaje a los ejércitos de los distintos países que han intervenido en Irak en una guerra que ha desaprobado mayoritariamente la opinión pública española. Ciertamente, la fiesta nacional española es muy artificial, carece de tradición democrática, y tiene escaso eco y repercusión popular. A pesar de ello, si alguien se atreve a discrepar, aunque sólo sea gestualmente, como hizo el domingo Rodríguez Zapatero, le cae el peso del pensamiento obligatorio encima.

Tampoco en Cataluña el nacionalismo cumple la función de marco general liviano y compartido, sino de principio de obligado cumplimiento. La primera anormalidad es la existencia de unos partidos que se autoproclaman nacionalistas. Naturalmente, el nacionalismo tiene un argumento de peso: nos gustaría no tener que ser nacionalistas porque esto significaría que Cataluña ya es una nación normal. Pero, de momento, el juego cunde: la derecha catalana puede ensanchar su perfil en un amplio movimiento sin límites precisos, a pesar de que la derecha española le tira los tejos una y otra vez. Todos los partidos excepto el PP se proclaman nacionalistas, porque creen que fuera del nacionalismo no hay salvación, aunque algunos de ellos recurran a la expresión catalanismo para expresar un apego menos fogoso. Y sin embargo, en una sociedad abierta la pulsión patriótica no debería ser objeto de instrumentación partidista ni condición de obligado cumplimiento. La única obligación del ciudadano es cumplir las leyes legítimamente establecidas. Pero esto no hace hegemonías, ni crea verdades inefables, al margen del debate público. Sobre ellas crecen las espirales de silencio que hacen los espacios políticos cada vez más estrechos.

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