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Columna
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Aves rapaces

De la cultura del pelotazo se ha pasado, a través de una suave pendiente, a la del ladrillo, que es un fenómeno más moderno de lo que puedan imaginar, de rabiosa actualidad en estas fechas preelectorales.

Antaño la fortuna llegaba de la mano conquistadora de los guerreros o de la ahorrativa de los prestamistas y los usureros. Los primeros gozaron de los frutos de la tierra, que, para mayor comodidad, solían extraer otros individuos, siervos de la gleba y luego colonos o aparceros.

La trata de esclavos también supuso una lucrativa actividad, en la que no desdeñaban participar los cristianísimos reyes de Europa, sin excluir al papado y aledaños, rememorando a los antiguos patricios, cuya estimación social se contaba por el número de personas que tenían subyugadas.

Los intendentes de la Corte y los beneficiados acudían con los ahorros ante el anuncio de una remesa de cautivos africanos con destino al mercado de Nueva Orleans.

Las dos guerras mundiales trajeron el contrabando de carbón, de armas o de materiales estratégicos y, luego, de todo producto de primera necesidad. Siempre la riqueza consistió en atesorar y encarecer lo codiciado y, mejor aún, lo necesario. Sin detenernos en el repulsivo mercado de la droga, priva en estos tiempos el imparable tráfico inmobiliario.

El problema no es la escasez de viviendas, porque hay muchísimas y las que constantemente se construyen apenas duran un mes en oferta. Parece una adivinanza. Los ciudadanos que se arriesgaban en la Bolsa, van retrayéndose de una actividad poco rentable.

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Hay que tener pisos: dos, cuatro, catorce, sin que necesariamente sirvan para atender la angustiosa demanda, no sólo de jóvenes, sino de gentes de toda edad necesitada de un techo y cuatro paredes.

Además, la Bolsa tiene riesgos inquietantes. Antaño se decía "jugar a la Bolsa", que comportaba cierta aventura donde la operación pudiera resultar bien o mal. Ahora, merced a fórmulas enmascaradoras de la realidad, no hay jugadores, sino "pequeños inversores o ahorradores", encantados de la vida cuando sus título suben y maldicientes e imprecadores cuando bajan. Se ha escamoteado el ingrediente azaroso de todo juego.

Nos dicen algunos que el precio de la vivienda descenderá en un futuro no lejano, con lo que se inundarán nuestro pueblos, ciudades, barrios y urbanizaciones, de lugares que permanecerán vacíos, mientras se aguanta el indeciso tirón. Luego... lo más probable es que vuelvan a elevarse.

Según deducimos, es un negocio más bien hermético, donde no se manejan la plomada y el cemento, sino algo inmaterial, denominado recalificación. Cuando un terreno, un edificio, un apartamento consigue ser recalificado, significa el contento y la prosperidad de quienes manejan los necesarios papeles.

No es preciso subirse al andamio, ni tener que ver, necesariamente, con el proceso constructor. Es que, además de esa condición, los verdaderos expertos, los ases de las grandes transacciones, navegan diestramente por el mundo de las subvenciones, los préstamos blandos y la condición de clientes preferenciales en las entidades bancarias.

Los millones vienen solos. En euros, a cuya vertiginosa evaluación nos vamos acostumbrando. Es menos escandaloso hablar de beneficios de treinta millones de euros que de su equivalente, los 5.000 millones de pesetas, y somos moderados. A veces no es preciso mantener una oficina, ni siquiera una sede comercial. ¡Fuera gastos generales! Manteniendo una imaginaria relación podríamos reconstruir el cauce de cualquier buen negocio. Me lo intentó explicar un amigo muy espabilado.

-Imagina -dijo condescendiente- que quiero vender mi perro en 60.000 euros...

-Imposible. Tu perro no vale ese dinero. -Pensé que él tampoco lo valía.

-Es un ejemplo, animal. Yo no tengo perro, pero te pido que consideres mi pretensión de venderlo por esa suma.

-Nadie te los dará, créeme. Aunque trabajara en la tele.

-¡Claro que no! Pero yo los cambiaría por dos gatos de 30.000 euros cada uno.

-¡Estás loco! Ni el mejor de los gatos vale tanto.

-Pues yo los vendería en 45.000 la unidad. ¿Comprendes? Así es como se hacen hoy los negocios, pringao!

Aunque no le entendí, quise extraerle más información, por si pudiera serme de alguna utilidad para salir de mi deplorable estado financiero, pero se despidió, dándome unos compasivos golpecitos en el hombro y farfullando que tenía que ver a alguien en el Ayuntamiento o en la Comunidad. Estuve a punto de seguirle.

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