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Tribuna
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La izquierda desinflada

Tenemos frente a nosotros un calendario electoral de vértigo -comicios autonómicos en Madrid, Cataluña y Andalucía, elecciones generales y europeas- y la sensación que cunde entre los posibles votantes de la izquierda es de extraordinario desánimo, como si estuvieran dispuestos a aceptar un descalabro anunciado. Los resultados de las municipales de mayo pasado tuvieron el efecto de una maldición. Algunos periódicos resaltaban en titulares que la izquierda había obtenido más votos, pero ello no significaba que hubiera ganado, pues no se tradujo en un incremento del poder real. Todo lo contrario. El Partido Popular (PP) acaparaba los gobiernos municipales y autonómicos más importantes. En la Comunidad Valenciana, el desastre fue completo, por mucho que se intentara disfrazar con ingeniería estadística. Lo ocurrido luego en la Asamblea de Madrid ha resultado tan devastador como un jarro de agua helada sobre un rescoldo de ilusión.

Ha transcurrido el verano. La gente ha asimilado que las cosas no van a cambiar a corto plazo con los actuales líderes, contagiados del amuermamiento general, compungidos, e incapaces de dar un vuelco a las circunstancias. No se ha visto suficiente autocrítica por parte del PSOE. A fecha de hoy, nadie ha asumido con su dimisión la responsabilidad de una lista de candidatos con al menos dos de ellos impresentables. Un asunto que se ha convertido en un lastre al delegar, de facto, en el electorado para que pase la factura. Pero, reflexionando ante los últimos hechos, ¿con qué cara se puede pedir el voto a la izquierda madrileña con el objetivo de gobernar juntos -PSOE e IU- si ni siquiera han sabido unir sus fuerzas para renovar los cargos en Caja Madrid?

Otra sensación que nos envuelve es la de padecer una democracia de mínimos, en la que los únicos que parecen sentirse cómodos son los políticos, pues nada hacen por mejorarla. Son tantas las cuestiones de candente actualidad a las que el Gobierno se ha negado a dar cuenta, que da la impresión de que el Reglamento de las Cortes, tras el cual se parapetan las abusivas mayorías absolutas, se ha redactado para impedir el debate político allí donde debe producirse, y proteger al Ejecutivo de cualquier crítica. Que los medios de comunicación hayan suplantado este foro es un síntoma más de la ausencia de cultura democrática. Añádase que la Fiscalía General del Estado ha dejado de ejercer su papel, al menos en materia de la lucha contra la corrupción -todavía no ha permitido que se inicie un procedimiento sobre la supuesta trama inmobiliaria de Madrid, ni lo permitirá en un futuro-, o en la de perseguir delitos de carácter económico, cuyos plazos para instruir el expediente se han visto reducidos al límite de la eficacia, para que el ciudadano observe con creciente escepticismo una clase política perezosa y complaciente con sus errores, o con sus tropelías.

Tal vez se trate de una cuestión de sinceridad. ¿Por qué no abordar una Ley que corrija las imperfecciones de nuestro sistema de partidos? Hemos oído todo tipo de calificativos en torno a la conducta de los dos diputados madrileños, cuyos nombres me niego a publicitar, que se han burlado de sus conciudadanos -y han sido recompensados con largueza a cargo de los presupuestos públicos- pero todavía no hemos visto, por parte de ningún partido, una decidida voluntad de cambiar lo que sea necesario, incluida la Constitución, para que no vuelva a repetirse. Los compromisos suscritos contra el transfuguismo han demostrado su inoperancia. Son burlados en cuanto un partido olfatea el poder, aunque el precio consista en acostarse con un traidor. No se trata de pactos entre caballeros a la antigua usanza que empeñaban su honor junto con la palabra, porque los políticos de hoy, impregnados de pragmatismo, están lejos de serlo. Sólo una norma legal conseguiría atajar el problema que plantean los comerciantes de la política.

En la Comunidad Valenciana nada en el horizonte incita al entusiasmo. Entre José Bono, reyezuelo de Castilla-La Mancha, afirmando en el telediario de mayor audiencia de TVE, que era mentira que la propuesta alternativa al Plan Hidrológico Nacional (la del trasvase del Tajo), de su compañero secretario general de los socialistas valencianos, fuera apoyada por el partido socialista, y Pascual Maragall, candidato a la Generalitat de Cataluña, negando una gota del Ebro a sus vecinos del sur, pena me da el voluntarioso de Joan Ignasi Pla, atrapado entre dos pinzas y sin margen de maniobra para respirar. Poco les debe importar a estos dos barones, salvados sus corralitos autonómicos, los resultados de las próximas generales, porque esas manifestaciones hacen daño a Rodríguez Zapatero y ambos lo saben. Evidencian no sólo falta de autoridad y de disciplina en el PSOE, sino también de ideas claras respecto a temas cruciales, y ausencia de perspectiva de Estado.

El optimismo de la izquierda, necesario para el triunfo, ha sufrido un duro golpe en los últimos meses, al igual que el sistema democrático. Paciencia.

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María García-Lliberós es escritora

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