Falta de trabajo
Los economistas lo llaman "sofisma de la falta de trabajo". Es la idea de que hay una cantidad fija de trabajo que hacer en el mundo, con lo que cualquier aumento en la cantidad que cada trabajador puede producir reduce el número de empleos disponibles. Un ejemplo famoso: aquellas espantosas advertencias de los años cincuenta de que la automatización desembocaría en el desempleo masivo. Como su irónico nombre indica, es una idea que los economistas contemplan con desprecio, pero el sofisma reaparece cada vez que la economía se enfría. El sofisma de la falta de trabajo ha vuelto a salir a la superficie en Estados Unidos, aunque con un giro de tuerca. Tradicionalmente es un sofisma de la izquierda económicamente ingenua; por ejemplo, hace cuatro años, el Gobierno socialista francés intentó crear más puestos de trabajo reduciendo la duración de la semana laboral. Pero en estos momentos en EE UU es más probable oír hablar de la falta de trabajo desde la derecha, como excusa para los fracasos políticos del Gobierno de Bush.
La reaparición del sofisma del trabajo me vino a la mente cuando me di cuenta de las ganas con que algunos analistas estaban cogiendo un nuevo estudio de los economistas del Banco de la Reserva Federal de Nueva York. En él, Erica Groshen y Simon Potter sostienen que el patrón de despedir trabajadores durante las recesiones y volver a contratarlos durante las recuperaciones ha cambiado: desde 1990, es mucho menos probable que los empresarios vuelvan a contratar a sus antiguos trabajadores. Al principio, me dejó perplejo el entusiasmo con el que unos expertos en negocios, normalmente optimistas y supuestamente prácticos, echaban mano de un documento relativamente erudito. La perplejidad se difuminó cuando leí más detenidamente estos comentarios: básicamente intentaban buscar excusas para el deprimente historial del Gobierno en el tema del empleo. Vean, dicen, no es que haya fracasado una política económica consistente básicamente en recortes fiscales para los ricos; no, se trata de un problema estructural de la economía, que da la casualidad que ha surgido ahora, y nadie podría haberlo hecho mejor.
La progresiva necedad del pensamiento estadounidense sobre el tema del empleo resulta peligrosa en dos sentidos. En primer lugar, fomenta el fatalismo: si los políticos y la opinión pública creen que no se pueden crear nuevos puestos de trabajo, dejarán de presionar a nuestros líderes para que encuentren políticas más eficaces. Y sería una lástima, porque el Gobierno de Bush se ha negado en redondo a probar las políticas que tendrían más probabilidades de mejorar la situación del empleo. Los economistas sensatos llevan desde 2001 pidiendo ayudas federales para los gobiernos estatales y locales, a fin de que no sea necesario despedir a profesores y a policías por las caídas temporales de los ingresos. También han instado al Gobierno a que deje de hacerse el remolón con el tan necesario gasto en seguridad nacional, y no sólo porque ese gasto sea necesario para hacer el país más seguro, sino también porque crearía puestos de trabajo y pondría más dinero en manos de los consumidores.
En segundo lugar, el sofisma de la falta de trabajo alimenta el proteccionismo. Si la opinión pública deja de creer que la economía puede crear nuevos puestos de trabajo, exigirá que protejamos los antiguos empleos de la competencia de China y otros lugares. Los economistas pueden explicar hasta quedarse afónicos por qué sería mala idea limitar las exportaciones procedentes de los países en vías de desarrollo, por qué a EE UU le interesa mantener nuestros mercados abiertos a nuevos productores. De poco servirán los argumentos a favor del libre comercio si la experiencia con los puestos de trabajo perdidos ante la competencia china no puede compensarse con una promesa creíble de que se crearán nuevos empleos para sustituirlos.
Durante la recuperación sin empleo de Bush I (que, comparada con la experiencia reciente, pareció generar un alza extraordinaria de la contratación) se vio una prisa similar por achacar los problema de EE UU a los extranjeros. ¿Se acuerdan del nauseabundo viaje del presidente a Japón en compañía de ejecutivos de la automoción? Si el coqueteo con el proteccionismo de principios de los años noventa olía a farsa, el actual estancamiento del empleo tiene visos de tragedia.
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