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Reportaje:

Pobres en un mar de petróleo

Ángeles Espinosa

Casas de adobe, coches destartalados y niños jugando en calles llenas de basura. Es la imagen típica de una barriada pobre en cualquier ciudad del Tercer Mundo. Sólo que Suwaidi está a 10 minutos del centro de Riad, la capital de Arabia Saudí, el país que guarda bajo sus arenas las mayores reservas de petróleo del mundo. Y sus habitantes no son los previsibles inmigrantes asiáticos que proporcionan mano de obra barata al reino, sino saudíes necesitados. En el otro extremo del trayecto, los lujosos centros comerciales de la calle de Olaya ofrecen un contraste casi obsceno.

Suwaidi, donde se hacinan 100.000 personas, no es el único barrio pobre de Riad, aunque sí el más conocido a raíz de la visita hace unos meses del príncipe Abdalá, heredero del trono y actual regente, que la televisión local retransmitió en directo. "Fue una ocasión histórica", señala un periodista local, "desde entonces hemos podido abordar el tema, algo que antes no nos atrevíamos a hacer". Además, una redada contra un extremista sospechoso de pertenecer a Al Qaeda hizo que su nombre volviera a aparecer en los medios de comunicación el pasado agosto.

No hay hambre en estos barrios depauperados, pero sorprende que los beneficios del petróleo no permitan facilitar un salario social a los desfavorecidos
Leila Mohamed es la única mujer que acepta hablar. No se acuerda de su edad, pero sabe que tiene siete hijos y un marido al que han echado del trabajo

"En general, esta gente no está muy concienciada políticamente, pero los disidentes, que cada vez son más numerosos, han empezado a educarles y sin duda encuentran en estos barrios un terreno abonado para sus ideas", estima un periodista asiático de un diario local. Como es habitual en Arabia Saudí, nadie tiene datos sobre el alcance del problema y la petición de EL PAÍS para entrevistar a un responsable del Ministerio de Asuntos Sociales no fue atendida.

"No tenemos ingresos porque mi padre no tiene trabajo", admite con cierto recelo Ahmed, a la puerta de su casa, una modesta vivienda de Hay al Uda, al este de Riad. Ahmed, de 24 años, es el mayor de los 10 hermanos de una familia emigrada de Yizán hace un cuarto de siglo. Tiene una hermana de 27, pero las mujeres no cuentan y él se ha erigido en portavoz. "Nos ayuda la gente y algunas organizaciones", explica al preguntarle cómo sobreviven, pero en ningún caso se atreve a quejarse. "Nos llega para salir adelante", declara, incómodo con la presencia de la periodista.

También de Yizán vino hace seis años Leila Mohamed, la única mujer que acepta hablar. No se acuerda exactamente de su edad -"unos 29 años", calcula-, pero lo que sí sabe es que tiene siete hijos y un marido al que han echado del trabajo. "Me he vuelto a casa de mi madre, y ojalá que no tenga más hijos porque es muy difícil sacarles adelante", confiesa ante la aprobación de unas vecinas que se han acercado a curiosear. Todas coinciden en que a pesar de las dificultades, aquí viven mejor que en sus pueblos, donde carecían de electricidad y agua corriente y tenían que trabajar en el campo.

Si hay malestar, no se transforma en protesta. En Bahta, más cerca del centro, tres hombres que inicialmente aceptan ser entrevistados, amenazan con llamar a la policía. "¿Por qué una extranjera nos hace tantas preguntas?", inquieren a la traductora, C. K., "No vamos a decir nada malo de nuestro país, aquí todo está bien y si tenemos algún problema no es asunto suyo".

Cierto que no hay hambre en estos barrios depauperados de la capital, pero sorprende que los beneficios del petróleo no permitan facilitar al menos un salario social a los más desfavorecidos. Viven de la caridad, y, aunque nadie lo reconoce, de la mendicidad. De aquí salen los niños y las mujeres que desde hace un par de años venden botellas de agua y kleenex en los semáforos. Más allá de lo inusual del fenómeno en un país islámico, es una prueba de mala gestión económica.

Arabia Saudí posee una cuarta parte de las reservas mundiales de petróleo y produce diariamente más que cualquier otro país. Sin embargo, con 21 millones de habitantes (siete de ellos emigrantes extranjeros) y una extensión similar a la de la UE, tiene una renta per cápita menor que Letonia, un tercio de la que tenía hace 20 años. Algo que no afecta a sus 3.800 millonarios (en dólares), que sólo en EE UU tienen depositados 800.000 millones de dólares (943.200 millones de euros).

El descubrimiento de la pobreza entre sus compatriotas ha sido una sorpresa para muchos saudíes. Conocen, aunque silencian, la marginación de los asiáticos. Sabían también de las dificultades de integración de los beduinos. Pero la mayoría de los habitantes de Suwaidi, Gubeira, Hay al Uda o Bahta son emigrantes venidos de Yizán, de la frontera con Yemen o de cualquier otra zona rural donde aún hoy se carece de comodidades básicas. Barrios similares existen en Yedda, Medina y La Meca, según informan los periodistas locales.

Dos hombres, sentados en la acera de una calle del barrio Al Aoud, uno de los más pobres de Riad, la capital de Arabia Saudí.
Dos hombres, sentados en la acera de una calle del barrio Al Aoud, uno de los más pobres de Riad, la capital de Arabia Saudí.AP

Los límites de la educación

CURSO NUEVO, PROGRAMA NUEVO. Las autoridades educativas saudíes han anunciado este año cambios en los contenidos escolares. La medida trata de responder a la preocupación social, tanto por un programa excesivamente cargado de asignaturas religiosas como poco adaptado a las necesidades del mundo moderno. Tras los últimos atentados que han sacudido al país, algunos padres incluso han visto una conexión entre el sistema educativo y el extremismo islámico.

"Es verdad lo que dicen los americanos: Están enseñando a nuestros hijos el odio hacia los no musulmanes", lamenta Ghada al Tobaishi, una prominente mujer de negocios que se esfuerza por ampliar los horizontes de su hijo de siete años. "Tenemos muchos amigos occidentales, cristianos, y cuando viajamos ve iglesias; es una realidad a la que aquí no está expuesto, pero que nosotros deseamos que asuma con normalidad", cita como ejemplo. "El islam es una religión de paz", subraya, "no sé de dónde han sacado la idea de que si no eres musulmán, tenemos que matarte, y lo peor es que nadie les corrige".

La periodista Maha Akeel discrepa. "Nuestro sistema no alimenta la violencia terrorista, sino la pasividad", asegura. "Nuestros hijos aprenden a no cuestionar nada, a no pensar, a no analizar, a no ser creativos; sólo a aceptar y memorizar", describe antes de quejarse de que "no se alienta el debate". Ella no relaciona esos problemas con la enseñanza repetitiva y machacona del Corán, pero los observadores extranjeros establecen una conexión.

Los escolares tienen hasta nueve asignaturas relacionadas con la religión, según en qué cursos. "Es demasiado", coinciden diversos padres consultados. Pero no es la cantidad lo que preocupa a la mayoría de los saudíes, sino el contenido. "Quiero elegir lo que se les enseña a mis hijos", manifiesta indignado un profesional de Yedda, "que se les inculque tolerancia, comprensión, diálogo... que son valores islámicos". Todas las fuentes coinciden en señalar que no ha sidol caso hasta ahora.

No está claro en qué medida van a reducirse las clases de formación religiosa, pero este curso ha empezado a reformarse el programa académico. Según publica la prensa local, el Ministerio de Educación ha hecho obligatoria la enseñanza de inglés e informática a partir de los 12 años en las escuelas primarias, y, por primera vez, niñas y niños van a estudiar con los mismos libros de texto.

Aisha y Jaled al Jereiyi, un matrimonio con cuatro hijos, creen que el problema no radica en los libros, sino en los profesores. "Sólo enseñan mediante la repetición y sin promover el sentido crítico o la creatividad", asegura Jaled, que, como hijo de un diplomático, recibió una educación internacional. Muchos liberales como él han optado por enviar a sus hijos a colegios privados (un millar en todo el país, con 139.000 alumnos, 78% de ellos saudíes; 15.516 más estudian fuera).

Jaled admite que, no obstante, la saudí es una sociedad muy conservadora y sus chavales van a clases de Corán por las tardes.

"El Gobierno ha salido al paso con una solución improvisada, pero la realidad es que nuestro sistema educativo no permite competir en el mundo", asegura Mohamed al Jereijy, un joven profesional de Yedda que, tras los estudios primarios, siguió su formación en Londres y Washington. "Hay una diferencia enorme entre la enseñanza privada y la pública", reconoce, no obstante, "la primera te permite llegar a Harvard; la segunda, a la Universidad de King Fahd". Con cinco millones de estudiantes en todo el país, sólo un pequeño porcentaje tendrá una formación adecuada mientras no cambie el sistema.

"Se ha hecho muy poco", apunta, por su parte, Raina Abu Zafar, una bangladesí que enseña lengua y literatura inglesas en la sección de mujeres de la Universidad Islámica de Riad. "Es cierto que se ha reforzado el inglés en la secundaria y el bachillerato, pero el problema no es de idioma sino cultural: los alumnos no entienden lo que leen debido a las diferencias culturales", asegura.

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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