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Reportaje:REPORTAJE

¿El fin de la 'grandeur'?

Cuando Valéry Giscard d'Estaing se aburría en su escaño de diputado, sin gran cosa que hacer aparte de algún brillante discurso, publicó 341 páginas de Reflexiones sobre el destino de un

pueblo, íntegramente dedicadas al tema recurrente del declive de Francia. Eso fue en 2000. Pero desde que preside la Convención Europea, Giscar d'Estaing ha vuelto a descubrir el vigor de los "pueblos fundadores" de la UE, los "más experimentados" como portadores de un futuro mejor para el continente. Ahora ya sólo sacude palmetazos al Gobierno de Aznar y al polaco, probablemente esperanzado en que la Constitución europea sea el mejor camino para todos, y desde luego para Francia.

Dentro de su país, no todos lo ven así. Sin decirlo abiertamente, el ala liberal de la mayoría de Jacques Chirac (unos 60 de 399 diputados) piensa que el presidente francés ha metido gravemente la pata al hacerse el gallito contra Estados Unidos y ha comprometido las bazas de Francia para encabezar la construcción europea. El que lo expresa es un ideólogo más bien neoliberal, el economista y politólogo Nicolas Baverez, quien avisa de la toma del poder por la ultraderecha si no se produce muy pronto una especie de golpe democrático -"terapia de choque", lo llama él- al estilo de la aplicada por el general De Gaulle.

El ala liberal de la mayoría parlamentaria (60 de 399 diputados) piensa que Chirac ha metido gravemente la pata al hacerse el gallito contra Estados Unidos

La polémica se ha puesto furiosamente de moda. Baverez ha sido el catalizador con su libro La France que

tombe (La Francia que se cae), amplificado por ensayos de otros autores con orientaciones distintas, en el fondo coincidentes en la nostalgia de un pasado más brillante y el miedo a un futuro incierto. Baverez, el más político de todos ellos, da por hecho el fracaso de Chirac en su segundo mandato presidencial por no haber aprovechado la enorme mayoría de 2002 para reformar a fondo un país sumergido en la crisis económica y social.

En menos páginas que Giscard d'Estaing (sólo 135), Baverez "desenmascara" a una coalición de intereses formada por la clase política, el sector público y los sindicatos, a su juicio responsables del "inmovilismo político, económico y social, pero también intelectual y moral" que mantiene a Francia en el declive. Las iniciativas empresariales no pueden ponerse en marcha, la burocracia lo ahoga todo (cinco millones de funcionarios señalados con el dedo) y la acumulación de impuestos y tasas impide el crecimiento económico. Para el ensayista, Francia dejó de trabajar en 1980 y desde entonces vive de las rentas, royendo su patrimonio, y "aplica la eutanasia a la producción y al trabajo". La izquierda lo hizo todo mal y los breves Gobiernos de derecha en ese periodo tampoco dejaron huella.

Chirac podía haber rectificado el rumbo; pero la crisis se ha acelerado precisamente a partir de 2002, hasta enlazar con "los años de plomo" de principios de los noventa. El autor ametralla a cifras a los lectores para intentar probarlo: "Crecimiento cero; retroceso del empleo y escalada del paro hasta el entorno del 10% de la población activa; caída de la inversión productiva del 13%; productividad a media asta, bloqueada en el 1%, frente al 4,2% en los años setenta; déficit y deuda pública que derivan hacia el 4,1% y el 62% del producto interior bruto" (respectivamente). Francia ha retrocedido al puesto 19 de la OCDE en ingresos por habitante (24.000 euros frente a Luxemburgo, que es el primero con 48.100 euros). Al ritmo actual de endeudamiento, este país habrá acumulado una deuda del 260% del PIB en 2050...

Oleada de huelgas

Prácticamente no hay cenáculo parisiense en el que estos temas no salgan a relucir. Baverez ha aprovechado la oportunidad de los golpes psicológicos sufridos por los franceses, que se han sucedido en los últimos meses con una intensidad difícilmente comprensible. La oleada de huelgas del sistema público de enseñanza; la paralización (en primavera) de los transportes, en protesta por la reforma gubernamental de las pensiones; la suspensión en cadena de los sacrosantos festivales culturales del verano, a causa de las huelgas de los trabajadores temporales del espectáculo; y un dantesco remate, la muerte de 15.000 personas a causa de la ola de calor, que ha dejado helados a los franceses al descubrir la fragilidad de su sistema sanitario.

Otros expertos intentan introducir racionalidad en los planteamientos, pero al final todo contribuye al ambiente de crisis. En un almuerzo tranquilo, el economista y ensayista Jean-Paul Fitoussi culpa de los resultados económicos mediocres a una política prolongada de bajos salarios. "En la hipótesis más favorable", dice, "los ingresos por habitante han retrocedido en Francia hasta situarse por encima sólo de Italia, España, Portugal y Grecia". Para este experto, "a fuerza de subordinarlo todo a un objetivo de inflación, se ha olvidado que la finalidad de la actividad económica es el aumento del nivel de vida y del empleo, introduciendo así la regresión social". Las bolsas de pobreza acumuladas a las puertas de las grandes ciudades dan cuenta de quiénes son las víctimas principales.

Las autocríticas continúan con otro intelectual habitualmente ponderado, Alain Duhamel, autor del libro Le désarroi français (La confusión francesa). Abunda en la idea de un malestar profundo y de un sistema social "profundamente carcomido" a causa del paro y de los grupos sociales excluidos, precarios o mal integrados. Él también cree probada la realidad de esa situación por el récord de abstenciones que se alcanzó en las elecciones presidenciales de 2002 y el hecho de que un tercio de los votos expresados fueran a parar a candidaturas extremistas. El Estado le parece "el principal bastión del conservadurismo" y el mayor freno a la modernización de una sociedad sin impulso y sin ideales.

El tercer libro

Y todavía un tercer libro en el escuadrón del pesimismo: Adieu a la France qui s'en va (Adiós a la Francia que se

va), del académico Jean-Marie Rouart, nostálgico de los tiempos de Juana de Arco y del general De Gaulle, de las visiones de Napoleón o Clemenceau y de la grandeza de un simple legionario muerto por Francia en la guerra de Indochina. El autor se pregunta cómo se puede salvar la identidad del país con unos políticos pendientes del telediario, mientras Francia se diluye "por arriba" en la globalización y en Europa, y "por abajo", en la descentralización.

El primer ministro, Jean-Pierre Raffarin, ha salido en tromba contra los pensadores del "declive". Su persona ha caído demasiado en los sondeos (37% de opiniones positivas frente a un 59% de negativas, a los 16 meses de tomar posesión) como para dejarlo pasar. Chirac tampoco puede soportar los ataques a la política exterior, pero le ha tocado responder al ministro de Exteriores, Dominique de Villepin, el primero que habría de ser "ejecutado" si Baverez tuviera razón en sus tesis: en suma, que lo de la "Vieja Europa" es verdad, y que Chirac y su diplomático-jefe se han equivocado jugando a impedir la consolidación del liderazgo estadounidense de hogaño, con la misma capacidad de error que Mitterrand cuando trató de entorpecer la reunificación de Alemania.

Así las cosas, el debate gira sobre la idea del aislamiento internacional de un país nostálgico de la grandeur, fracasado en sus ilusiones de política exterior y sumido en un marasmo económico y social. ¿Y por qué esta discusión ha prendido con tanta fuerza? Sin duda, porque trae a primer plano los demonios familiares que asaltan regularmente el orgullo nacional de los franceses, y porque la coyuntura es objetivamente desfavorable. Es incontestable que el crecimiento económico de Francia sólo alcanzó el 1,2% en 2002 y el de este año bordea el 0%; que el paro se acerca al 10% de la población activa, casi un punto más que cuando la izquierda salió del poder; que el déficit público ha sobrepasado los límites del Pacto de Estabilidad dos años consecutivos y va camino del tercero; y que la deuda pública se eleva nada menos que al 60% del PIB. Actualmente se estima que cada francés debe una media de 31.000 euros a cuenta de las cargas adquiridas por el Estado.

Si un dato vale más que mil palabras, he aquí el aportado por el gabinete de Francis Mer, ministro de Finanzas: en los ocho primeros meses de 2003, el Estado francés ingresó 137.640 millones de euros, pero gastó ¡184.180 millones de euros! En ese departamento atribuyen parte del descarrilamiento al "dinamismo" de los gastos militares, suave modo de señalar un problema sin atreverse a ir más lejos. Todo el Gobierno sabe que el rearme militar de Francia es una de las prioridades -junto con el aumento de la Policía y la rebaja del impuesto sobre la renta- que Chirac considera refrendadas por su reelección de 2002.

Versión simple

No menos evidente es el cuestionamiento del tradicional liderazgo político de Francia en Europa. La versión oficial vendida a los franceses sobre el cisma diplomático en torno a Irak ha sido demasiado simple: una dicotomía entre Estados Unidos y Europa, que se reveló fragilísima a los pocos días, y un encarnizamiento francés en la defensa del "multilateralismo" frente a eso que el ex ministro de Exteriores, Hubert Védrine, bautizó como "la hiperpotencia americana". El aludido Nicolas Baverez les responde con brevedad no menos simple: "Mucho ruido para nada".

Nadie duda de que Chirac y De Villepin han dado pruebas de disponer de una verdadera concepción geopolítica; pero también de ser capaces de molestar, seria y simultáneamente, a la única superpotencia del mundo (Estados Unidos), a algunos de sus aliados europeos (Reino Unido, España) y a todos los países del Este de Europa invitados a la mesa de la Unión Europea. Tal vez deberían verificar si el gigante que creen ser (a escala europea) o la "potencia media" de que hablaba Giscard d'Estaing durante su época de presidente de Francia, tiene los pies de barro. De confirmarse, tampoco España debería confiarse, aunque sólo sea por el peso del vecino del norte en la economía española.

El Gobierno francés rechaza "las tinieblas del pesimismo" , en frase de Raffarin, pero de eso discute sólo con intelectuales, no con la oposición política. La izquierda ha entrado poco al trapo del debate sobre el declive: "La marca de fábrica de esta nueva corriente de pensamiento declinante está fundamentalmente enraizada en la derecha", confirma Laurent Maudit, director adjunto de Le Monde. Los partidos socialista y comunista, aún no repuestos de la derrota de 2002, reservan sus cartuchos para la discusión del Presupuesto y la defensa (mitigada) de la jornada laboral de 35 horas, la reforma clave introducida por el anterior Gobierno de Lionel Jospin, que el equipo de Raffarin duda entre abolir y descafeinar.

Para el tan mentado Nicolas Baverez, todo esto no son más que matices y "pequeñas medidas" que no van a ningún lado: él exige para su país un "proyecto tan coherente" como "las reformas liberales del Gobierno de Thatcher o de la Administración de Reagan en los años 80", "la tercera vía de Tony Blair" o "la España de Aznar". Hay donde escoger...

Jacques Chirac, en Hannover (Alemania), el 2 de diciembre de 2000, adonde viajó para preparar la cumbre europea de Niza.
Jacques Chirac, en Hannover (Alemania), el 2 de diciembre de 2000, adonde viajó para preparar la cumbre europea de Niza.AP

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