La España en red
LA MARCHA DE AZNAR se está notando ya. Aznar ha aflojado las riendas y el PP va más suelto. Fraga -el padrino del presidente- se muestra partidario de la reforma de la Constitución "sin complejos" y hace pública su conversión a la España del título VIII. Rajoy le contesta que no es el momento oportuno, pero reconoce que la Constitución no es "inmodificable o intocable". Y Josep Piqué -quizá contagiado por los aires mediterráneos- dice que es de "sentido común" que hay que "impulsar adaptaciones" de la Constitución y de los estatutos a los cambios que el país ha vivido en 25 años. Aznar se va, la reforma de la Constitución ha dejado de ser tabú en el Partido Popular.
Los sectores más afectos al patriotismo constitucional versión aznarista hablan ya de la revancha de los nacionalismos y anuncian apocalípticos desastres de un Estado abandonado a su suerte por unos dirigentes demasiado timoratos. Ruido. Fraga fue ponente constitucional cuando Aznar todavía estaba contra la Constitución. No es extraño que ahora vuelva a ir un paso por delante y comparta la necesidad de actualizarla. Todo el mundo necesita tiempo para asumir los cambios. Es lógico que Fraga, que llegó antes que Aznar a la Constitución, llegue antes también a la reforma.
El problema de fondo no es, sin embargo, la reforma en sí -las constituciones son instrumentos, no fines-, sino el vacío político que hay en España después de ocho años de aznarismo. La estrategia de Aznar en el País Vasco se ha convertido en estrategia para toda España. La confrontación con el nacionalismo vasco ha tenido efectos colaterales en el resto de España abriendo fracturas en el consenso sobre el marco referencial colectivo. Lo que era inicialmente una respuesta a la línea soberanista del PNV y un complemento político-ideológico de la lucha antiterrorista ha acabado contaminando la totalidad de las relaciones políticas. Y Aznar ha pasado de una primera legislatura con alianzas múltiples -con el PNV, con CiU y con Anguita- a una segunda legislatura en que ha ido demonizando a todo aquel que discrepara de su política: al PSOE, por supuesto; al PNV; pero también a CiU y a IU. El resultado es que, para utilizar la terminología de Fraga, Aznar deja una España en que el consenso virtual -entre partidos constitucionalistas- es difícil, y el consenso real -con nacionalistas incluidos- parece imposible. Con lo que el mandato de los ponentes constitucionales de que cualquier reforma de la Constitución se haga con consenso requerirá, por lo menos, un largo proceso de emancipación del PP del aznarismo.
Entre la España ideal de Aznar y la España ideal de Ibarretxe está más o menos escondida la España real de los distintos pueblos que la componen. Y nadie parece decidido a ocuparse de ella, a dar los pasos necesarios para que todos se sientan mejor acomodados. Maragall lo intenta. Pero su doble condición de catalán y de periférico le convierte en sospechoso y limita sus posibilidades. Fraga intuye el problema, pero ya no está para estos trotes. Por eso, avisa a su partido en previsión de que pudiera quedar arrinconado con la bandera de la intransigencia constitucional.
Cuando Maragall habla de la España en red no sólo piensa en un sistema de infraestructuras y comunicaciones más racional, menos supeditado a Madrid, que potencie el arco mediterráneo, el arco cantábrico y el eje del Ebro. Maragall está pensando también en términos políticos: una España en la que todas las partes puedan sentirse implicadas, una España que facilite la articulación política de los distintos nodos que la constituyen en plano de igualdad y respeto mutuo. "Cataluña quiere estar en Madrid, pero en el puesto de mando", dijo Maragall a un grupo de empresarios. En Madrid, que es una ciudad que sabe del poder, que lo lleva puesto casi como una segunda naturaleza, este lenguaje no sólo debería entenderse, sino que merecería ser bien acogido. Cataluña no puede aceptar una posición subalterna. Y Maragall todavía tiene la confianza, que muchos catalanes han perdido, de que Cataluña sea reconocida en España. Probablemente sea más fácil entenderse en términos de poder que de sensibilidad.
Maragall repite el sermón una y otra vez, pero sabe que el vacío político que hay hoy en España no lo puede cubrir él. Lo tiene que cubrir el PSOE. Ésta es la señal que Maragall pretendía que se transmitiera con el manifiesto de Santillana. Si el PSOE no se apresura, si no toma ya esta bandera de la España plural, con convicción y sin miedo, es muy posible que el PP sin Aznar lo intente. O, por lo menos, esto parecen indicar los instantes de heterodoxia que han tenido simultáneamente Fraga y Rajoy.
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