El santo Job
LO QUE YO DIGO, renovarse o morir. En eso estoy yo concretamente. Por cierto, adoro la palabra "concretamente". Hace la tira de años, cuando yo era una niña que ni soñaba con llegar a escribir en EL PAÍS porque EL PAÍS (aunque parezca mentira) es que ni existía, en un concurso de la tele, el presentador (Joaquín Prat) le preguntó a la concursanta: "¿De dónde es usted?", y la concursanta respondió: "De Torrelodones, concretamente". Me impresionó la respuesta. A partir de ese día, cada vez que me preguntan que de dónde soy, respondo que de Moratalaz, concretamente. Cierto es que en la actualidad vivo en Chamberí, por aparentar, pero mi corazón sigue en ese puente que cruza la M-30. A veces me invade la nostalgia y vuelvo. Hay un Burger King en dicho puente al que van las gitanas que viven en el Ruedo, ese edificio que hizo Sainz de Oiza y que a mí, concretamente, me parecía una cárcel hasta que mi arquitecto me explicó que eso me pasaba porque yo no tenía ni puta idea y no entendía bien el concepto arquitectónico, y desde entonces me gusta bastante. A unos funcionarios de prisiones que el otro día me invitaron a su tertulia les parecía también una cárcel (y ellos, de cárceles entienden mogollón), pero les advertí que eso les pasaba porque no tenían ni puta idea de conceptos arquitectónicos y aún están reflexionando sobre este temazo. Pos eso, que al lado del Ruedo hay un Burger. Las gitanas le llaman El Burriquín, que es un nombre, a mi entender, más adecuado. El otro día volvía yo de Nápoles, porque mi santo no para de ganar premios y yo de abrirme el escote para que me metan los dineros en el canalillo (a veces muevo las lolas como hacía Liza Minelli en Cabaret y me suenan a dinero), y para reubicarme me fui a merendar a dicho Burriquín, que es, concretamente, donde me reencuentro con mi identidad. Llamé a mi amigo Rodríguez Rivero (por su cultura columna / famoso en el mundo entero), porque es casi el único amigo intelectual que tengo al que no se le caen los anillos por llenarse los morros de ketchup, pero Rodríguez, ay, se me había marchado a la Feria de Francfort. Echo de menos a R. R., es de esos amigos con los que puedes quedar, por ejemplo, para ir a Juteco. Una vez fuimos a Juteco porque la colonia que usa R. R., 1816, era un euro más barata en Juteco que en El Corte Inglés. Nos gastamos un huevo de la cara en el taxi, pero, oyes, nos regalaron dos toallas con la J de Juteco bordada y moló. Para celebrarlo, R. R. me invitó a un McDonald's y me pedí un macpollo y hablamos de literatura, o sea, de adelantos y de premios amañados. Nunca bajamos el nivel. Pero esta vez me tuve que ir solita al Burriquín porque todos los intelectuales (menos yo) están en Francfort. Me llevé un libro bajo el brazo, El comprador de aniversarios, de mi amigo Adolfo García Ortega. Y allí, en dicho marco incomparable, leí, rodeada de gitanas teñidas de rubio natural. Yo me daba un aire a ellas porque en Jacques Dessangue han decidido convertime, tinte a tinte, en la Jean Harlow de la literatura, y lo más dramático es que yo me dejo. A mitad de mes, como a cualquier españolita de a pie, me sale la raíz negra, y entonces parezco, más que nunca, una chica del Burriquín. Allí empecé la novela y allí se me hizo de noche. Me sentí como una de las heroínas del pintor Edward Hopper que leen o piensan solas en las cafeterías. Y tengo que decir que fue empezar la novela y no la pude dejar hasta que la terminé a las tres de la madrugada. En mi casa, claro, que tampoco el Burriquín es el café Gijón. Desde aquí te lo digo, García Ortega: tu libro es conmovedor, profundo, triste y bellísimo.
Salí del Burriquín y de pronto, en el tiempo en que te comes una superburger con queso, había llegado el otoño. Me monté en un taxi. Tenía la intención de seguir leyendo, pero va el taxista y me dice: "¿Qué, cómo está su santo?". Decía el hombre que por mis artículos se veía que mi santo era como el santo Job, que viviendo conmigo se estaba ganando el cielo. Y le dije con rencor: "Sí, es casi el único premio que le falta". El hombre iba de buen rollo, que conste, y me pidió que le firmara en su libro de firmas ilustres. Me da un libro con ribetes dorados y me dice: "Mire quién me firmó en la página anterior, lea, lea la dedicatoria". Y voy y leo: "Celodonio, gracias por tratarme ha sí de bien". Y me dice Celedonio: "¿Ha visto el faltón? Mire quién lo firma". Era una actriz. Me llevaré el nombre hasta la tumba. Celedonio seguía: "Y eso que a la tía se la ve superlista, pero vaya, que la mujer no sabe escribir". Cuando me bajé del taxi, Celedonio me gritó: "No se quejará, que casi le he hecho el artículo". Joé con Celedonio, qué peligro. Cuando llegué a casa, mi santo Job estaba haciendo una tortilla de papas y escuchando La traviata. Quiere tenérsela bien aprendida para cuando vayamos a verla al Real la semana que viene. Qué divino, pensé. Y entonces me contó que le había parado un señor por la calle y le había dicho que le gustaba mucho mi humor, que era como muy inglés, que yo tenía una ironía muy autocrítica. Y mi santo le dijo: "Es que tiene motivos". A veces me jode haberle creado esa imagen de bueno, la verdad. El cielo me lo estoy ganando yo; pero, claro, para que me lo den tengo que esperar a estar muerta. Y no mola.
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