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Columna
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Acertar con las prioridades

Cuando la recuperación del claustro de la Valldigna, González Pons, consejero de Cultura, dijo que aquélla sería la actuación más importante de esta legislatura. "Aviados estamos", me dijo un valenciano residente en Madrid, "si eso es todo lo que se le ocurre al nuevo Gobierno de la Generalitat". Luego vino la insistencia del Consell en temas como la reforma del Estatut o la prioridad del uso de la lengua valenciana por la Administración autonómica. Esta vez fue un empresario foráneo el que me hizo la siguiente reflexión: "El éxito de vuestra Comunidad estos últimos años ha sido su proyección hacia fuera, el dotarse de una pátina de modernidad que la hace apetecible a visitantes e inversores". "No os equivoquéis en vuestras prioridades", añadió. Mi interlocutor puso el ejemplo de Bilbao, en particular, y del País Vasco, en general. "Del Museo Guggenheim sólo vale el envase, o sea, el edificio de Frank Gehry. Sus contenidos son peores que los del museo homónimo de Nueva York y, en cambio, ya ves: el neoyorquino está en quiebra y el de Bilbao, en cambio, atrae a gente de todo el mundo". Siguiendo su argumentación, el Guggeheim, junto al Festival de Cine de San Sebastián y a la semana de jazz de Vitoria, confiere al País Vasco una imagen de modernidad que palía la violencia, el etnocentrismo y la prédica nacionalista. "Ha sido un acierto total. La inversión ha resultado cuantiosa, pero rentable, porque todo ha consistido en una perfecta acción de marketing hacia el exterior. Aplicaos el cuento".

Ese marketing valenciano también ha venido funcionado hasta ahora, según otros forasteros. Uno de ellos se asombraba de que nuestro Museo de las Ciencias haya recibido tres millones y medio de visitantes. "Los hay mejores en la misma España", argüía. "Puede que sí: pero ninguno tiene el marco mágico y espectacular de la Ciudad de las Artes y las Ciencias". Es lo que se ha hecho con el Guggenheim bilbaíno: invertir para recuperar la inversión tanto con retornos tangibles como intangibles. Lo mismo sucede con el Oceanogràfic. "Me gusta más el Sea World de San Diego", me dice una amiga. "Quizás. Pero la gente se seguirá pegando en los próximos años por venir a ver el de Valencia".

Influido por estas recientes conversaciones, escuché el jueves con redoblado interés el discurso institucional del presidente Francisco Camps por el 9 d'Octubre. ¿Dónde pondría el énfasis: en el pasado o en la modernidad? ¿Cuáles serían sus prioridades: los valores de la tradición o los del desarrollo? Ambos son compatibles, claro está. Y tampoco resulta conveniente olvidar las raíces cuando intentamos proyectarnos en el futuro, obviamente. Pero, tras la reciente y prolongada inmersión de tradicionalismo a que se nos ha sometido estos últimos meses, ¿habría ahora un proyecto exportable, atrayente -en el sentido etimológico de captar, cautivar, enamorar, fascinar- y capaz de generar ilusión, trabajo, inversiones?

Parece ser que sí. Las prioridades del discurso presidencial han sido: 1) lograr el agua que necesitamos, 2) terminar la red de comunicaciones, 3) conseguir la suficiencia energética, 4) desarrollar la investigación, la innovación y la internacionalización y 5) ensanchar nuestra sociedad del bienestar. Todo esto, no a cuatro años vista, que es lo que dura una legislatura, sino como "objetivos de la década". O sea, que en los planes de Francisco Camps está también ganar las próximas elecciones.

Pero no nos desviemos del tema: ¿resultan estas propuestas suficientemente ilusionantes? A bote pronto, da la sensación de que pueden serlo, máxime si se cuenta para ello no sólo con la propia Administración autonómica, sino con las otras -la Unión Europea incluida- y con la propia sociedad, a la que no se margina con un dirigismo paternalista y paralizante, sino que se la quiere implicar de una forma exigente para mejorar entre todos la calidad de vida de los valencianos. Ése debe ser el camino para que la Comunidad Valenciana siga en candelero, para que continúe hablándose de ella con admiración y hasta como oscuro objeto de deseo, para que crean en ella los empresarios autóctonos y traigan a ella sus proyectos los inversores foráneos. De esta forma, se podrá celebrar aquí la Copa del América, diversificar nuestra industria, internacionalizar nuestros vinos o tener una ambiciosa Ciudad de la Luz. Lo otro, lo de encerrarnos en nosotros mismos y empequeñecer nuestras ambiciones, en los tiempos que corren sería una invitación al suicidio. O "una equivocación en las prioridades", que diría, más diplomático, mi amigo empresario, aunque a él, con sus negocios en otra parte, eso no le afectaría en absoluto.

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