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Columna
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La democracia en Madrid

Fernando Vallespín

Parafraseando a Tocqueville en su primer párrafo de La democracia en América, podemos decir que nada llama más la atención de la política madrileña que su íntima conexión con el mundo inmobiliario. De él puede afirmarse literalmente lo mismo que el autor francés señalara respecto de la "igualdad de condiciones" en Estados Unidos. A saber, la "prodigiosa influencia que... ejerce sobre la marcha de la sociedad, pues da a la opinión pública una cierta dirección, un determinado giro a las leyes, máximas nuevas a los gobernantes y costumbres peculiares a los gobernados". Haría falta poseer la misma sagacidad de que hizo gala este teórico para dar cuenta exacta de cómo este fenómeno ha acabado por colonizar la práctica política de esta comunidad autónoma -y, lamentablemente, la de otras muchas también-. A falta de un Tocqueville, este dato nos vino de una esperpéntica comisión encargada de evaluar las dimensiones de la trama que se escondía detrás de la chocante deserción de Tamayo y Sáez. Y de una no menos extravagante votación en el Consejo de Caja Madrid.

Las próximas elecciones autonómicas del 26 de octubre deberían ser expresivas de cómo han digerido los madrileños la traumática experiencia de combinar la canícula con el no menos tórrido espectáculo de una clase política en guerra abierta por ver quién estaba más implicado en el mundo inmobiliario. La expectación generada por las comparecencias, bien reflejada en los índices de audiencia, debería corresponderse ahora con algún signo evidente de que los ciudadanos han tomado buena nota de todo cuanto allí aconteció. La gran cuestión estriba en saber si su reacción irá más en la línea de una abstención activa -el "todos están despedidos"- o en la manifestación directa del voto. La primera opción tiene el inconveniente de que nunca se podrá afirmar que responde a una reacción política activa más que a la lógica desmovilización provocada por unas inéditas elecciones repetidas. Basta pasearse por Madrid para percibir la falta de tensión electoral en la calle y presumir un elevado índice de abstención.

Si no deseamos quedarnos en meros observadores pasivos de esta combinación entre "democracia de audiencia" y democracia de partidos, deberíamos, sin embargo, hacer el esfuerzo de desentrañar si las responsabilidades pueden trasladarse por igual a uno u otro partido. Tengo para mí que hay una distancia decisiva entre la actitud de la izquierda y la de la derecha en todo este asunto. Tiene que ver con la sorprendente naturalidad con la cual el PP asumió las implicaciones en intereses inmobiliarios de muchos de sus más cualificados representantes; con la negación de todo tipo de incompatibilidad entre negocios privados y cargos públicos; y con la desfachatez con la que se trató de tapar todo este montaje aludiendo a las responsabilidades propias del PSOE -que sin duda las tiene y han quedado sin purgar-. Pero este último partido al menos ha mantenido la posición de denunciar la aberración que supone la esencial connivencia entre el pelotazo inmobiliario y la gestión de los asuntos públicos, y la imperiosa necesidad de buscar un espacio de autonomía para lo más propiamente político.

Bien mirada, la actitud del PP no es del todo irracional. A lo largo de los últimos años ha propiciado una íntima complicidad de muchos ciudadanos con un sistema por el que pasan a identificar sus intereses propios con los de los mismos especuladores. Gran parte de nuestras clases medias, que han invertido casi todos sus ahorros en el ladrillo, han hecho suyas las premisas sobre las que se sostiene todo este sistema. ¿De verdad estarían dispuestos a propiciar una reforma de toda la estructura del suelo para favorecer a los más necesitados? Aparte de sus consecuencias sistémicas, que pueden provocar un auténtico caos financiero, este ejemplo thatcheriano de capitalismo popular sirve para desvelar una visión de la política en la que lo público se reduce a una mera gestión de intereses privados. ¿Vamos a asistir pasivos a la continuación de este espectáculo o ha llegado el momento de recuperar la dignidad de la política, de una política verdaderamente sintonizada a los intereses generales?

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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