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Tribuna
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Gota fría

Entre dos efemérides políticas, entre los cien primeros días del nuevo gobierno valenciano, recién cumplidos, y la inmediata celebración de su primer Nou d'Octubre, hagamos un alto en el camino para reflexionar. No me malinterpreten: no quiero valorar lo que llevan hecho y lo que les queda por hacer. Este artículo no aspira a hacer crítica política, sino, si acaso, metapolítica. Lo que me interesa es comentar las razones de una política de gestos que no ha dejado de llamar la atención de los periodistas, seguramente más que la de los propios ciudadanos: que si los miembros de este gobierno -y en particular su presidente- procuran intervenir en valenciano en sus discursos, que si se ha el recuperado el claustro de la Valldigna, que si la Universitat de València ya no es, a lo que parece, el enemigo público número uno. Pero en la vida política y social nada ocurre por casualidad. Tampoco simplemente porque a un dirigente se le haya ocurrido adoptar una determinada postura, como quien decide comprarse un traje de un color en vez de otro. Si antes el gobierno de la Generalitat era menos valencianista que ahora es porque las circunstancias han cambiado y es esto lo que debemos valorar.

¿Cuáles son estas circunstancias? Lo primero que hay que decir es que la Comunidad Valenciana se halla atrapada en una contradicción: por el grado de implantación del valenciano tiene el mismo perfil cultural que el País Vasco o Cataluña, pero por la actitud de la gente hacia la llamada cuestión nacional se parece mucho más a Andalucía o a Canarias. Es algo parecido a lo que les ocurre a otras comunidades bilingües como Baleares o Galicia. No estoy descubriendo nada que no se sepa, por supuesto. Lo interesante son las consecuencias que de ello se han derivado para el partido que gobierna en el Palau de la calle Cavallers de Valencia, tanto en el pasado como en la actualidad. Mientras que en las primeras comunidades, prototipo de las (mal) llamadas autonomías históricas, existe una fuerte implantación de partidos nacionalistas que llevan décadas gobernando, en la Comunidad Valenciana, al igual que en otras muchas comunidades autónomas, dichos partidos son tan apenas residuales, algo menos en Galicia. El resultado es que, hoy por hoy, las únicas opciones de gobierno son los partidos de implantación estatal. Pero Valencia no es Extremadura ni Castilla-León: aquí el sentimiento diferencial existe y los partidos de gobierno, tanto el PP como el PSOE, no tienen más remedio que incorporarlo de alguna manera a su programa y, sobre todo, a sus signos externos.

¿Cómo hacerlo y en qué momento? Para lo primero las respuestas son conocidas: mediante la acción institucional, sobre todo en la educación, y mediante una política de gestos simbólicos. Nada nuevo bajo el sol: en esto tienen dónde inspirarse, pues no otra cosa han hecho los partidos nacionalistas en los territorios en los que gobiernan sin interrupción desde la transición. Los partidos estatales que han absorbido las reivindicaciones nacionalistas y, en algún caso, hasta formaciones políticas enteras (recuérdese lo que sucedió con el PSOE-PSPV o con el PP-UA), no pueden ser ajenos al carisma de la diferenciación. Pero no todos los momentos son iguales, la idoneidad de la ocasión depende, en los partidos estatales metidos a autonomistas, de la situación general de la política española. Es lo que pasó con los gobiernos socialistas, cuyas reivindicaciones autonomistas se fueron modulando al calor de los reajustes del proceso autonómico -LOAPA -, del endurecimiento del terrorismo de ETA y del propio hartazgo de los ciudadanos ante el llamado conflicto lingüístico. En general se puede decir que la conciencia de grupo, que es la base de cualquier nacionalismo, se relaja en los buenos tiempos y se agudiza cuando las cosas van mal y el ser humano necesita arroparse en los que se le parecen.

¿Y ahora? Ahora tenemos a un gobierno del PP en el poder, es decir, a un defensor teórico del individualismo neoliberal, pero, sorprendentemente, la situación vuelve a repetirse. Y es que, pese al manifiesto centralismo del que hacen gala sus correligionarios de Madrid, en Valencia un partido de gobierno ya no puede permitirse el lujo de no ser valencianista. Al fin y al cabo, con independencia de lo que digan las siglas, el partido que gobierna es un PP-UV. Además, vuelven los malos tiempos. Como hace un cuarto de siglo, unos medios de comunicación amordazados (ahora porque los han comprado, pero esto es lo de menos) mecen en la inconsciencia ideológica a una población que sólo parece interesada en consumir, al tiempo que, paradójicamente, cada vez se hace más patente la presencia de una juventud airada que no tiene futuro y que empieza a soliviantarse. Simultáneamente, para acabarlo de arreglar, la economía mundial ha entrado en una crisis profunda, como en 1975. En estas circunstancias, aunque por otras razones, el PP valenciano se halla tan entre la espada y la pared como en su día lo estuvo el PSOE. Su problema es el mismo: hacer compatible la fidelidad a las siglas ideológicas que los agrupan con la defensa de una tierra y de una cultura que sólo quienes gustan de comulgar con ruedas de molino pueden pretender que ha salido ganando del trato con Madrid (por cierto: el claustro de la Valldigna es un expolio anecdótico si se compara con el que nos privó de els furs hace tres siglos).

Nada va a cambiar, se dice. Sin embargo, yo no apostaría ni un euro por la continuidad, menos aún por la inmovilidad. Contra lo que muchos se obstinan en creer, España todavía no es una democracia consolidada, como Francia, Alemania o Gran Bretaña, así que no hay que descartar que se produzcan vaivenes bruscos. Difícilmente podría ser estable un país con unos índices de lectura tan bajos y una falta generalizada de educación cívica como el nuestro, con una pasión tan desmedida por los productos mediáticos más deleznables, con un desequilibrio tan marcado entre los ingresos y el endeudamiento de la población. La española es una democracia en las formas, pero no en los contenidos. En vez de optar por consolidar la sociedad civil, se ha optado por privilegiar tan sólo su apariencia. Los peligros saltan a la vista.

Aquí suele suceder que las tensiones se van concentrando y, de repente, estallan como una tempestad, como una verdadera gota fría. El verano ha sido tórrido también en lo político y el otoño se presenta amenazador. La evaporación de un cuarto de siglo de frustraciones identitarias se ha ido acumulando en la atmósfera española y podría bastar una sola borrasca, que ya se está formando en el golfo de Vizcaya, para que el diluvio se llevase por delante nuestras convicciones, nuestros valores y, quién sabe, si hasta nuestra vida democrática. Más vale prevenir que curar. Ha llegado el momento de limpiar barrancos, de eliminar obstáculos y de preparar planes de evacuación. Con generosidad, con inteligencia (es decir, sin preguntas retóricas tontorronas) y sin exclusiones sectarias. Es el reto que afrontan estos políticos voluntaristas de un gobierno recién estrenado. Suerte. La van a necesitar.

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Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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