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Columna
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Maneras de pertenecer

Decía Tony Blair hace poco que sólo podía ir hacia delante, que no tenía marcha atrás. Estaba describiendo su postura o su talante políticos, pero esa imagen vale también como recordatorio de que, una vez alcanzado cierto punto en la reflexión, el debate o la acción, como en la carrera del avión por la pista, no hay retorno. Sólo queda asumir el recorrido y avanzar; despegar (el avión, a partir de ahí, o vuela o se estrella). Así, la guerra de Irak puede tener enmienda pero no regreso. Así, Acebes no puede dar marcha atrás en el caso King, porque no hay retroactividad posible en la muerte de las niñas de Málaga. Sólo le queda al ministro asumir las consecuencias y las enseñanzas -que ojalá estuvieran siempre emparentadas-, poner cara y no cruz al viento de lo que ha sucedido sin remedio.

Pero acudo a esa imagen de lo que es sin vuelta para introducir una reflexión sobre la identidad nacional que es tema puntual de nuestra actualidad y ejemplo perfecto, para mí, de los trayectos que no tienen retorno. La identidad es viaje sumador y progresivamente mestizo; movimiento imparable hacia delante. O sólo parable, como en la aeronáutica, al precio de alguna destrucción.

El debate político vasco hace tiempo que está abierto en canal. La concreción del plan Ibarretxe divide pues sólo sobre mojado, o corta por lo cortado, que es el marco jurídico que nos dimos hace más de veinte años, con consenso pero obviamente sin manual de instrucciones de buen uso. (Se habla mucho últimamente de pedagogía constitucional y democrática y va siendo hora). Pero en un momento como el actual, en el que toca reunir energías y convencer, centrar la oposición al plan nacionalista en el sólo argumento del respeto institucional me parece insuficiente, pobre. Como un recorrido que se agota en su propia constatación. Porque es evidente que con un consenso adecuado podríamos dotarnos de un nuevo marco.

Me parece importante insistir también en la identidad. Tal vez porque creo del no nacionalismo que, más que modelo de organización política, es modelo, poroso, de identidad social. Personalmente no siento ni defiendo pertenecer a un pueblo, sino a una sociedad vasca que en su viaje por la Historia y por las historias individuales ha ido sumando mestizajes, construyendo maneras de pertenecer, incorporando piezas y aprovechando materiales diversos, subrayando acepciones del nosotros o acuñando neologismos para significarlo. Defiendo la pertenencia a una ciudadanía que ha ido añadiendo propiedades a la cultura propia, y olores y sabores y afectos y memoria biográfica y familiar y (re)conocimientos ideológicos, estéticos e intelectuales.

Y creo además que ese mestizaje euskañol -expresión vivamente creativa-, invisible o tangible; sustantivo o adjetivo, ha pasado el punto de no retorno, se ha convertido en un recorrido irreversible. O sólo reversible, como en la aeronáutica, al precio de fracturas íntimas y fundamentales. Llámeselas reniegos o repudios o amputaciones o desamparos o exilios. Y que es un viaje imparable hacia delante en el sentido también de sólo preludio de más y más radicales mestizajes.

Acabo con dos reconocimientos identitarios. El primero a los versos que dan título a esta columna. Pertenecen a una poeta nacida en Bombay y de expresión inglesa, Eunice de Souza, cuyo libro Fix es un canto al gozo, a la lucidez y a la exigencia de ser india. Dice: "No importa que mi nombre sea griego, mi apellido portugués, mi lengua extranjera. Hay maneras de pertenecer". El segundo, a los inmigrantes norteafricanos y orientales con los que me hermana algo que no comparto con casi ninguno de mis conciudadanos: el culto del té. Su presencia entre nosotros está revolucionando el asunto y el mercado, y yo me siento feliz de la vida, cada vez más en casa.

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