Salgado y empecinado
Un diablo de hierro se ha metido en el cuerpo de un campesino. El resultado se llama Míchel.
Siempre rodeado por un círculo de jugadores exquisitos, Míchel Salgado tenía un inconfundible aspecto de hermano pobre. Oficialmente, pertenecía a un grupo de deportistas privilegiados, pero, falto del talento musical de Zinedine Zidane, de la mirada oblicua de Raúl o de la potencia explosiva de Ronaldo, sólo podía ofrecer el recurso de la normalidad.
Además, la comparación con Roberto Carlos tampoco ayudaba gran cosa. En el intento de competir con su exuberante colega brasileño, un deportista de seis velocidades que vivía en el mundo paralelo de los zurdos, Míchel transmitía una sensación de inferioridad que para muchos era sólo una forma de incompetencia. Frente a aquel incontenible pigmeo de musculatura reventona, sus intentos de refinarse estaban condenados al ridículo; sus maneras toscas, sus rodillas de madera y su tozudo vaivén de carrilero indicaban que no estaba hecho para la pasarela, sino para el surco. Era, en resumen, una antítesis de menor cuantía; una especie de serafín rural cuya melena de esparto se bamboleaba con la gracia chocarrera de una bayeta colgada de un palo.
Cuando todos pensaban que el Madrid acabaría buscándole un sustituto, dio un puñetazo sobre la mesa y decidió pedir la pelota. En vez de encogerse, tomó una de esas decisiones extremas que suelen acreditar a los deportistas verdaderamente grandes: se agarró a la cancha como un desesperado.
Tiempo atrás, el club había contratado a gente de su estirpe, seres que, como él, habían idealizado el recurso de la insistencia. Ahí estaba la memoria de Javier Villarroya, un chico atrapado en la banda izquierda que repetía miles de veces la rutina del repartidor: tiraba centros como quien tira paquetes. Y antes había pasado por allí el inolvidable Rafa Gordillo con su chispa flamenca y su esqueleto de saltimbanqui. Flaco, desgalichado, lleno de nudos y bisagras, descomponía la figura, se replegaba sobre el mástil del banderín y tiraba centros como quien tira colores.
Indiferente a sus propias limitaciones, su sucesor, el empecinado Míchel, ha dejado de ser el anónimo vecino del quinto. Se ha puesto su uniforme de escayola y, armado de su testarudez, ha subido los cien peldaños que le separaban del Olimpo.
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