Retratos en claroscuro
Viene precedida de la buena crítica cosechada en la reciente edición del Festival de San Sebastián, y también de su lamentable ausencia del palmarés de ese mismo certamen. También, de un vitriólico artículo contrario, firmado por una de las voces más denunciadoramente constantes del exilio cubano, la de Zoé Valdés, que la tilda de punto menos que castrista: por lo que se ve, la novelista no concibe que un creador, y por lo que muestra este documental modélicamente construido, Fernando Pérez lo es, pueda ejercer su magisterio en condiciones de falta de libertad. De ahí que todo producto que cuente con el visto bueno de un gobierno dictatorial se reviste, automáticamente, de las características de "producto del régimen".
SUITE HABANA
Director: Fernando Pérez. Intérpretes: actores no profesionales. Género: documental sociológico. Cuba-España, 2003. Duración: 80 minutos.
Es su punto de vista. Pero contemplado desde una distancia que, como es obvio, no puede ser la de Valdés, la película se ve de otra manera: incluso, a pesar del apoyo del oficial ICAIC para su realización, como una sonora bofetada en la cara del régimen. Construida a partir de diez testimonios -aunque en este caso, lo de testimonio debe ser matizado: los personajes que aparecen en el filme jamás dicen una palabra a la cámara; es éste un extraño caso de "documental con presencias", más que con opiniones- de habaneros de a pie, el filme de Pérez (le conocíamos por un producto anterior, e infinitamente menos interesante y que no hacía presagiar a éste, La vida es silbar) se va construyendo lentamente, utilizando un recurso no demasiado empleado en el documental al uso, pero aquí esencial: la intriga.
Nada sabemos, cuando el filme comienza, sobre lo que nos dirá. Es más: la larga presentación de los personajes, no apoyada en ningún rótulo ni voz en off, con sutilísimos, a veces impensables, juegos de relación que el montaje establece entre ellos, hace que el espectador deba prestar atención a cada uno de sus planos. Poco a poco, no obstante, la estrategia de discurso queda plenamente desvelada: Suite Habana es a la capital cubana lo que Berlín, sinfonía de una gran ciudad, la obra maestra de Walter Ruttmann, a la febril metrópolis alemana de entreguerras.
Porque su estrategia de planteamiento es la misma: el utilizar como medida de tiempo un día entero, de la mañana a la noche. Claro que Ruttmann perseguía el mostrar la pujanza de una ciudad, mientras que Pérez se propone algo más modesto, pero al cabo igualmente fructífero: el mostrar cómo un grupo de ciudadanos viven la ruina de su hábitat, la inexorable decadencia de una ciudad, de un país, que es mucho más, y mucho menos, de la que puede contemplar un turista.
De ahí el aire de desolación que transmiten sus imágenes: es punto menos que imposible, a pesar de la ausencia de palabras, no sufrir con esos 10 personajes (nueve: curiosamente, el que luce más feliz es un niño Down, el único que sonríe) su cotidianidad sin esperanzas. Y hay algo más por lo que Suite Habana quedará en los anales del mejor documental latinoamericano: por su radical apuesta por la autonomía de la imagen.
Al hacer explícita negación de los diálogos, Pérez sabe que se juega la razón de ser de la película en la creación de una atmósfera en la que retrato naturalista e imaginación poética se den la mano. Y sabe que requiere, igualmente, de la capacidad y la paciencia del espectador para construir la trama misma del discurso. Interesarlo, utilizar la música para un contrapunto siempre significante con la imagen, captar la decadente, rara belleza de esa Habana que amenaza ruina es uno de los grandes logros de un filme tan conmovedor como crítico, tan inteligente como éticamente irreprochable.
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