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Los Diez Mandamientos

La iniciativa del presidente del Tribunal Supremo de Alabama, Roy Moore, de colocar hace dos años en el vestíbulo del edificio judicial que preside un monumento de 2.500 kilos de granito representado los Diez Mandamientos lesionó el principio de separación del Estado y las Iglesias sobre el que se funda la Unión americana y por ese motivo ha sido finalmente removida, después del pequeño revuelo organizado por grupos fundamentalistas que se oponían a su retirada. Un juez de distrito de Montgomery había dictaminado que el monumento era una promoción inconstitucional de la religión y esa decisión ha sido avalada por la Corte Suprema de Estados Unidos, que rechazó la pretensión del juez Moore de intervenir para impedir la retirada del mismo. Todo esto sucede, sin embargo, en una sociedad que acepta masivamente, al menos por su adscripción religiosa, el valor moral de los Diez Mandamientos como una referencia de conducta, de inspiración personal. Es un ejemplo más de que la interferencia de los poderes políticos en la promoción de las diferentes confesiones constituye un problema político y no una cuestión religiosa.

La laicidad de los poderes públicos no niega, sino que presupone, la pluralidad de creencias en el seno de la sociedad
¿Porqué la religión puede ser un problema político cuando debiera ser fuente de cohesión social?

No hay incompatibilidad entre el dato sociológico de una sociedad pluralmente religiosa y la defensa de unos poderes públicos vinculados exclusivamente a las leyes civiles. No podía ser más impertinente la asociación de un simbolismo religioso como los Diez Mandamientos, dirigido en última instancia a la conciencia individual de los hombres y mujeres a partir de la aceptación de una tradición revelada, con la instancia judicial en la que actúa uno de los poderes del Estado. Precisamente, el que interpreta y aplica las leyes civiles de una organización política que pretende salvaguardar la libertad de las conciencias, haciendo posible una convivencia ordenada y equitativa entre personas, que, en uso de esa libertad, pueden estar divididas por diferentes concepciones del mundo y de la vida. Este incidente que podría parecer anecdótico nos pone de manifiesto que es universal y permanente la tensión entre religión y política.

En nuestro contexto español y europeo son recientes algunas cuestiones polémicas de esta naturaleza. La inclusión de la asignatura de Religión católica como una asignatura curricular optativa, la eventual referencia a las raíces cristianas de Europa en la futura Constitución Europea, o, mas recientemente aún, la apertura de una gran mezquita en Granada con ayudas económicas de los Emiratos Árabes han vuelto a poner en valor los problemas de la relación de la política y la religión. ¿Por qué la religión puede ser un problema político? ¿No debiera ser una fuente de cohesión social y un factor de sociabilidad de alta calidad?

El problema básico de la relación política de la religión ya se planteó en el seno de la tradición cristiana en sus mismos orígenes -"Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César"- y esas relaciones han sido en general borrascosas, hasta llegar a la modernidad. Al menos en los países democráticos, y de una manera forzada por las circunstancias y en absoluto pacífica, se ha adoptado un modus vivendi que confluye en una forma de laicidad política. En un sentido muy amplio, habría que entender ésta como la idea que propugna una organización política en la que el espacio público imperativo -aquél en el que se definen los derechos y deberes básicos de la ciudadanía-, viene definido en un tipo de discurso que se remite a una verdad secular y dialogada conforme a una razón pública y que elude las verdades de fe (ni las niega ni las afirma). El fundamento mismo de la democracia como organización política se funda en el principio de libertad absoluta de conciencia y en la interdicción de toda discriminación por causa de las opciones de conciencia, con la única salvedad de la salvaguarda de los límites del orden público, que no pueden ser ignorados por nadie, cualesquiera que sean sus opciones de conciencia. La laicidad de los poderes públicos no niega, sino que presupone, la pluralidad de creencias y convicciones en el seno de la ciudadanía, y también la libertad de predicar y críticar, y la competencia intelectual entre las diferentes opciones espirituales. La laicidad necesaria es, a mi juicio, la que propugna el gran profesor italiano Norberto Bobbio: "El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido". La laicidad no puede ser, por lo tanto, una posición metafísica, religiosa o antireligiosa, sino una metodología de convivencia entre todas las posiciones.

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Por lo tanto la verdadera virtualidad de la laicidad no se reduce a un debate entre clericales y anticlericales (debate por otro lado siempre interesante), sino que consiste en algo mucho mas valioso y de mas calado político, a saber: pretender un orden político que no se limite a ser una mera exaltación o celebración de la comunidad sobre la que se funda, para llegar así a establecer un poder público al servicio de los ciudadanos personalmente considerados y en su condición de tales, y no tanto en función de su identidad nacionalitaria, étnica, de clase o religiosa.

Nada menos.

Javier Otaola es abogado y escritor.

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