La búsqueda de la verdad en el proceso penal
Pocos principios jurídicos son tan faciles de formular y tan difíciles de llevar a la práctica como el derecho constitucional a la presunción de inocencia. Este principio elemental, base y fundamento del proceso penal en el Estado de derecho, tropieza con dos problemas que no siempre se diferencian con la suficiente claridad: ¿Qué son pruebas y qué medios probatorios pueden utilizarse para demostrar la culpabilidad de un acusado? ¿Y hasta qué punto el juez o los miembros de un jurado son libres para valorar las pruebas sin más control que el fuero íntimo de su conciencia?
La búsqueda de la verdad en el proceso penal está limitada por el respeto a unos derechos fundamentales que impiden que la inocencia o culpabilidad de un acusado pueda ser investigada a toda costa o a cualquier precio. La prohibición de la tortura o de las escuchas telefónicas ilegales son sin duda obstáculos para la averiguación de la verdad, pero es el precio que hay que pagar por el respeto a los derechos fundamentales del acusado.
Se debe apoyar una condena sólo sobre aquello indubitado y objetivamente probado
Tampoco de las pruebas practicadas en un juicio se puede deducir siempre una verdad absoluta, sino las más de las veces una conclusión con diferentes grados de probabilidad, que cuando no van más allá de una duda razonable impone la absolución del acusado (in dubio pro reo). Ciertamente, el artículo 741 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal dice que el juez debe apreciar "según su conciencia" las pruebas practicadas en el juicio, pero esta declaración no supone, o no puede suponer nunca en un Estado de derecho, la entronizacion de un "arbitrio judicial" que vaya contra las reglas de la lógica y de los conocimientos científicos más elementales. Los jueces o los miembros de un jurado no sólo estan vinculados a la ley, sino también a las leyes aún más inexorables de la naturaleza. Una muerte por tiro en la nuca no puede transformarse por una valoración "en conciencia" en una muerte por infarto de miocardio; ni una "corazonada" o un sentimiento de antipatía hacia el acusado, en una prueba contundente e infalible de la autoría de un asesinato.
"Apreciar en conciencia" las pruebas practicadas en un juicio no significa, desde luego, apreciarlas con un subjetivismo extremo, con el que muchas veces los "hechos probados" se convierten en una auténtica "caja de sorpresas" en la que, por un lado, entra una corbata y, por otro, sale una paloma, sin que el mago de turno, sea juez o jurado, nos diga qué es lo ha que sucedido en su interior para que ocurra tan extraña transformación.
Para evitar estas arbitrariedades, el artículo 120.3 de la Constitución exige expresamente que "las sentencias sean siempre motivadas". La obligación de motivar las sentencias, entendida como explicación racionalmente fundada de los argumentos por los que se ha llegado a una determinada valoración, es la lógica consecuencia de una concepción del proceso penal respetuosa con los derechos fundamentales del acusado y con el principio de que todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario, es decir, con la presunción de inocencia.
Es evidente que la decisión de un jurado es más difícil de motivar que la que hace un órgano judicial profesional. Y precisamente por eso, por falta de motivación suficiente, se anularon las sentencias de los jurados del caso Otegui (absolutoria) y del caso Dolores Vázquez (condenatoria) por los respectivos Tribunales Superiores de Justicia. Pero ello, más que un argumento contra la institución del jurado, es contra cualquier decisión arbitraria, no suficientemente motivada, tanto si la realiza un juez profesional o la lleva a cabo un jurado. La ley no sólo le dice al juzgador que declare si el acusado es culpable o inocente, sino que le pide también que explique la razones por las que llega a una u otra conclusión. Echarle toda la culpa de los errores judiciales al sistema del jurado constituye una burda manipulación y un ataque frontal contra la única renovación progresista importante que ha tenido el proceso penal español desde la restauración democrática. ¿O es que se quiere conscientemente olvidar que tras la decisión de un jurado hay una serie de juristas que van desde el juez instructor, el fiscal y los abogados de las partes, hasta el juez que preside y dirige el juicio oral; o que contra sus decisiones caben recursos ante tribunales superiores compuestos por magistrados? También los jueces profesionales suelen equivocarse, tanto en la valoración de las pruebas como en la interpretación de las normas jurídicas, y no por ello se discute su legitimación para aplicar las leyes y resolver en base a ellas los conflictos sociales más graves. Lo que sí debe aceptar todo juzgador, sea juez profesional o miembro de un jurado, es el relativismo de que adolece la búsqueda de la verdad en el proceso penal, cuando por encima de cualquier otro valor se pone la presunción de inocencia del acusado.
El proceso penal de un Estado de derecho no sólo debe lograr el equilibro entre la búsqueda de la verdad y la dignidad y los derechos del acusado, sino que debe entender la verdad misma como el deber de apoyar una condena sólo sobre aquello que indubitada y objetivamente pueda darse como probado. Lo demás es puro fascismo y la vuelta a los tiempos de la Inquisición, de los que se supone que hemos salido ya felizmente.
Francisco Muñoz Conde es catedrático de Derecho Penal.
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