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Para qué reformar

Claro que también cabe dar la vuelta a la pregunta del título y escribir "reformar, para qué". Parece lo mismo, pero no lo es. En el primer caso nos situamos ante la duda de si viene a cuenta, en los momentos actuales, llevar a cabo la reforma de nuestra actual Constitución. En el segundo, por contra, se da por supuesta la necesidad y la pregunta va dirigida a precisar los puntos, el alcance, de la misma. Pues bien, ya que he situado al lector ante la posible confusión, sigamos con ella.

Lo de reformar la Constitución es algo así como las antiguas serpientes de verano. Aparece y desaparece según circunstancias. Por cierto, que no es la única "serpiente" que ora se esgrime y ora se olvida. Ahí quedan, como eternas demandas que todos esgrimen y nadie acomete, temas a buen seguro igual de importantes como modificar el sistema electoral (lo de las famosas listas cerradas y bloqueadas) o el uso del referéndum actualmente tan debilitado.

Por lo que uno oye y lee, la mayor razón para una reforma reside en la necesidad de cambiar tanto la estructura como la función del Senado. A mi entender, razón no excesivamente urgente. El Senado como Cámara de segunda lectura que casi nunca ha servido para gran cosa es algo que tiene larga tradición en nuestro constitucionalismo. Y, por otra parte, no olvidemos dos afirmaciones que me parecen evidentes: que este país está largamente acostumbrado a sobrevivir con instituciones que no sirven para nada y que, además, por más vueltas que le demos, una segunda Cámara llamada Senado únicamente tiene pleno sentido en un régimen de estructura federal. Y el nuestro no lo es, ni simétrico, ni asimétrico, ni perfecto, ni imperfecto. Cuando existe tal segunda Cámara en un país no federal es para otorgarle tanto una estructura como unas funciones bien diferentes. Pensemos en la representación de intereses, por ejemplo, que debían ser llamados a consulta en la moderna democracia de la codecisión. Pero, entre nosotros, eso no existe, ni mucho menos. A lo que nos han acostumbrado, unos y otros, es al uso de mayorías, pactos, férreas disciplinas de voto, etcétera, etcétera.

Entiendo que es el único punto de "confuso consenso". Hay que reformar el Senado. Y nada más. Esto quiere decir que, a diferencia de lo que ocurriera en 1978, la posible reforma nacería sin el consenso. Ni consenso en la necesidad de acometerla, ni mucho menos consenso sobre el crucial punto de hasta dónde llegaría la reforma. Abierto el melón, todo es posible. Sobre todo porque mucho me temo que ningún tipo de reforma obtenga el total aplauso o la general aceptación.

En una reforma así, hecha desde el disenso, todo podría ponerse en cuestión y daríamos la penosa imagen de un país que, a estas alturas y en plena vivencia dentro de la Unión Europea, se volvería a colocar cada mañana ante el espejo para preguntarse qué clase de Estado soy. Al igual que demandando sobre materias que hace mucho tiempo debieran estar plenamente resueltas por la vía de la codecisión por tratarse de puntos de largo alcance (superiores en su vigencia e importancia a la misma vida de una generación). Por ejemplo, la clase de educación, la extensión de los valores democráticos, el modelo de Universidad, de Ejército o de política sanitaria.

No hay que olvidar, por otra parte, que los llamados a efectuar la reforma serían, de una forma u otra, los mismos partidos. Son los que dominan las vías para iniciarla y llevarla a cabo a través de los órganos e instituciones constitucionalmente autorizados a ello. Insólitamente a la vía de la iniciativa popular se le privó de esta facultad de simplemente pedir tal reforma (Art. 166). Resulta un poco duro recordarlo, pero cuando se discutía en los debates constituyentes este punto y se cercenaba una vez más otra importante vía de participación directa de los ciudadanos, un senador, el ilustre profesor Carlos Ollero, llegó a decir que, por esos caminos, lo que se estaba haciendo era una Constitución autoritaria, no democrática. Y ya bastante antes, en otros temas tales como el referéndum consultivo (actualmente en plenas manos del presidente del Gobierno y con carácter meramente consultivo (Art. 92), también hubo una voz machaconamente insistente en que se llegaría pronto a la partitocracia. Era la voz de Fraga. Curiosamente, ambos, desde posiciones ideológicas bien diferentes, eran catedráticos de una asignatura que algo tenía que ver con el tema: de Derecho Constitucional. La historia de estos veinticinco años ha dado la razón a ambos constituyentes. Creo que nadie puede negar que estamos viviendo el peligroso camino de la partitocracia que nunca ha conducido a nada bueno.

Personalmente, creo que antes de colocar a nuestro país en el sufrido paritario constitucional en el que tantas veces ha estado y con tan poco éxito en el logro de una estabilidad política en libertad, sería mucho más fructífero un quehacer en dos direcciones. La primera la de intentar aumentar el valor del sentimiento constitucional. En este terreno, no es posible ni lo de que "cada maestrillo haga su librillo" ni el absurdo argumento que tanto oímos, sobre todo en las nuevas generaciones, de que todo se puede cambiar de la noche a la mañana. Hace falta que el espíritu constitucional cale en la sociedad y no llegue a ser papel más o menos mojado. Y, en segundo lugar, esforzarse en planificar y llevar a cabo, mediante leyes orgánicas o mediante costumbre general, las soluciones que, a través de la interpretación, pongan fin a los problemas que actualmente están dañando al sistema. Los ejemplos serían numerosos, pero pueden valer la exigencia de un funcionamiento auténticamente democrático en la práctica interna y externa de los partidos, la radical eliminación del sistema de cuotas, la modificación de la ley electoral que permite un mayor protagonismo del ciudadano a la hora de elegir a sus representantes, el efectivo castigo de la práctica del transfuguismo, el mayor uso del referéndum en temas de especial importancia, la introducción de mecanismos que hagan más flexible el voto de los diputados y, con ello, el menor papel de los grupos parlamentarios y cierto rescate del papel auténticamente creador del Parlamento, etcétera, etcétera. Problemas, todos ellos, pendientes y que están pidiendo a voces soluciones urgentes mucho más asequibles que una reforma constitucional para la que, insisto, ni veo que exista auténtico consenso ni creo que "lo que salga" satisfaga las demandas, muchas veces disparatadas, con las que nos desayunamos muchas mañanas.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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