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Columna
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El jinete pasmado

Hasta ahora, solo los niños que jugábamos a la pelota en la calle Bretón de los Herreros de Madrid, a finales del verano de 1936, guardamos en la memoria la profecía de aquel jinete que a galope tendido, surgió de un penalti, nos encegueció como un relámpago y le sacó ventaja a las balas de los milicianos de la República. Hasta ahora, me parece a mi, porque los oficinistas, las enfermeras y los desdeñosos mendigos neoyorquinos, han conocido la fascinación del retorno de aquella imagen o de una muy parecida: del aeropuerto hasta el edificio donde le aguardaban los flamantes estadistas, el jinete ha cabalgado en su hermosa montura a través de la Gran Manzana, y nada más llegar al foro, ha sentenciado que no interesan tanto las causas del terrorismo, como sus efectos. No interesan la falta de libertades, las injusticias y las desigualdades sociales, las diferencias entre capital y explotación, la pobreza de tantos pueblos, el hambre y las enfermedades, las ocupaciones militares de territorios soberanos, la rapiña y el saqueo del poderoso en los países invadidos, la legítima defensa y resistencia de los oprimidos; no cuenta más que la ejemplaridad del castigo, la violencia del Estado, el tentetieso policial o militar. La intervención del jinete fue represiva, demoledora, apocalíptica y venenosa.

No dispensó atención a los demás, se dijo que eran unos blandengues, y se quedó pasmado cuando propusieron "promover y compartir la prosperidad, reducir la distancia entre pobres y ricos, apelar al diálogo para resolver las disputas políticas, que no se resuelven por la fuerza, condenar los bombardeos indiscriminados, los ultrajes de los gobiernos, las torturas a los prisioneros, la muerte de civiles con el eufemismo de daños colaterales. Y uno de ellos concluyó: "El problema no se arregla elaborando listas de terroristas, sino respetando las libertades". Cuando el jinete salió, todos observaron por la ventana el caballo árabe, de paciente y sabia mirada. Y comprendieron a McLuhan. Porque el mensaje no era el jinete pasmado, sino el caballo.

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