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Columna
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Sentido y oportunidad

La pregunta que todo el mundo se hacía la semana pasada, después del asesinato de la ministra de Exteriores sueca era cómo iba a influir ese crimen en el referéndum sobre el euro. Si la nueva simpatía que la gente había empezado a sentir, de un modo natural y espontáneo, por Anna Lindh podía cambiar la intención de voto e inclinar la balanza hacia el lado que la ministra muerta había defendido, el del a la incorporación de Suecia a la moneda europea.

Esa pregunta, al margen del resultado final del referéndum, me parece valiosa en sí misma porque tiene en cuenta, subrayándolas, dos realidades que parecen elementales y que sin embargo a menudo se olvidan o se desatienden. La primera es que también en política el sentido del texto depende del contexto, es decir, que la lectura del mensaje varía con las circunstancias. Y la segunda, que los ciudadanos actúan en los ámbitos públicos igual que en los privados, impulsados por energías intelectuales y de las otras, esto es, combinando razón y emoción.

"Inoportuna a veces es la vida", dice un verso de la poeta Andrea Luca. Inoportunos son algunos actos y algunos gestos simplemente porque olvidan esas dos realidades, porque descuidan -o desprecian- el contexto y la actualidad emocional donde tienen que expresarse.

Y estoy pensando, por ejemplo, en esos amigos de Bertrand Cantat -el novio presunto y asesino de Marie Tritignant- que decidieron hace unos días desplazarse hasta la capital de Lituania y celebrar allí una fiesta de homenaje a Marie y de apoyo a su amigo detenido.

¿Es malo en sí que alguien visite a un amigo en apuros?, ¿que brinde y cante en su nombre?, ¿que quiera simbolizar de ese modo una empatía compasiva? No lo creo. No tengo nada que objetar al texto de la amistad, de la empatía o de la compasión. Pero esa fiesta no se produce en el limbo del mejor de los mundos, sino en unas circunstancias que permiten leerla también como una prueba de mal gusto, de provocación e incluso de desprecio a la memoria de la víctima, al dolor recién estrenado de su familia, y a la consideración que merece un asunto tan serio y tan siniestro como la violencia de género.

Coincidiendo en las fechas, el Gobierno vasco hizo pública su decisión de apoyar económicamente a las familias de los presos, mayormente de ETA, para facilitar así los desplazamientos y las visitas fuera de Euskadi. Si viviéramos en otro mundo, a una decisión política de estas características se le podría reconocer incluso, espontáneamente, el mérito de contribuir a la actualización de algunos debates importantes. El del sentido, por ejemplo, de una política penitenciaria que fuerza la letra y el espíritu de nuestra Constitución.

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Pero no vivimos en otro sino en este mundo; y en éste, aquí y ahora, ese gesto tan filoconstitucional del Gobierno vasco -el contexto es el espejo de la paradoja- exige otras lecturas. También la de considerarlo agravio comparativo, desatención o incluso desprecio de las víctimas de esos mismos presos etarras.

Estamos en vísperas de la presentación oficial del plan del lehendakari. Me parece el momento más oportuno para recordar que el sentido y la oportunidad de cualquier texto y de cualquier acto hay que medirlos con relación a su contexto. Que el contexto de Euskadi incluye el dolor y sus múltiples desembocaduras. Y es posible que en nuestra compleja realidad ideológica y emocional los gestos como el que el Gobierno vasco ha tenido con las familias de los presos no sobren.

Estoy dispuesta a considerarlo como considero que la compasión es siempre una opción radical y exigente; y que lo mismo debe decirse y defenderse de las constituciones en los tiempos difíciles. Pero lo que tengo claro es que hay gestos que le faltan al Gobierno vasco. Muchos gestos, gestos esenciales de atención y de compromiso en favor de las víctimas de ETA. Gestos preferenciales, concluyentes, transparentes, oportunamente inequívocos.

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