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Columna
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El reino de este despojo

Cuando el cronista salió del aeropuerto londinense de Heathrow, en vuelo a El Altet, iba con las barbas entre las rodillas y el asiento delantero oprimiéndole los pulmones, de forma que le dificultaba la respiración. Admiró la pericia de su vecino, cuando al mediodía, en un prodigioso ejercicio de contorsionismo, logró sacar de su mochila un bocadillo de tortilla a la española, un trozo de tocino entreverado, una navaja albaceteña y una bota de vino: ¿Un trago?, le preguntó. Al cronista el vino se le escanció por las entrecanas barbas: fue cuando tras un breve repiqueteo de castañuelas, el comandante, con acompañamiento de guitarra, avisó que había turbulencias, pero que no se preocuparan, porque saldrían por peteneras. El pasajero del otro lado del pasillo de 30 centímetros consiguió abrir la tartera y el avión se llenó de unos irresistibles efluvios de chorizo fritos en su propia grasa y con sidra. Olé, Pepe, jalearon unos turistas británicos, sin saber que aquel Pepe se había cortado lo poco que tenía que cortarse, y que en el ruedo ibérico se imponía un tal Marianito el Chorrito de Chapapote. Al cronista aquel Boing le despertó toda la nostalgia: era un revival de los trenes Renfe, años 50. Una hora después, sobrevolaban un territorio de autopistas de peaje, repoblado de parques, y cuyo orografía alcanzaba hasta cien pisos de cristal, acero, plásticos, banderas siderales, ancianos y atractivas jóvenes con el chumino y las tetas al aire, y las playas eran dominio privado de los honorables especuladores. Pero ni el cronista ni los demás viajeros divisaron viñedos, ni higueras, ni rebaños de cabras, ni pinos, ni olivos, ni carrascas, ni cúpulas azules, ni campanarios, ni fuentes públicas, ni eras, ni niños jugando en las eras, ni fábricas, ni más actividad que la inmobiliaria, desde allá arriba, en tanto los destellos de aquel extraño paisaje lo permitían, podían entrever algo de un suelo sin tierra, y con mucho hormigón hidráulico, que reverberaba al sol. El cronista casi sufre un colapso cuando ya a punto de concluir el viaje descubrió que el Benacantil no era si no un horrible enjambre de palacios de congresos, de palacios de promotores, de terrazas voladas sobre la bahía. La infamia se había consumado: el voto era una bota envuelta en piel de presunto demócrata. Todo empezó cuando un tal Eduardo vocero ahora de ropa interior de caballero, confundió el ganar pasta con el arte de la política.

¿Y dónde estábamos unos y otros?, ¿dónde, los nostálgicos del Antiguo Reino de Valencia?, ¿dónde, los militantes nacionalistas del País valenciano?, ¿Al vent que más calienta?, ¿dónde, los partidos de izquierda, con sus pactos y despactos, y su antropofagia de puertas a dentro?, ¿dónde los blaveros, si no en el juego del fascio y medio?, ¿dónde, el pueblo soberano?. Cuando el cronista salió de viaje, se perpetró la reforma de la Ley del Patrimonio -¿cuál va ahora?-, mientras el fiscal Antonio Vercher denunciaba que en la construcción se movía más dinero negro que en la droga, y que la "burbuja inmobiliaria se debe a la corrupción". Los conservadores, o sea, aquí la derecha mazorral, se mantiene, aunque de librea y haciendo filigranas y reverencias al capital. Pero, en definitiva, ese es su execrable destino.

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