Clásicos de taberna
El espíritu de las composiciones goliárdicas se aprecia en esta traducción que ha hecho Miguel Requena de las canciones de los clérigos vagantes de los siglos XII y XIII.
La traducción es una belle sans merci: cuanto más la engalanamos, más esquiva se nos muestra. No obstante, quienes se dedican a traducir poesía tienen una única obligación: que el resultado conserve la condición poética del original o, dicho de otro modo, que el texto sea reconocible como originariamente poético. Cuando a la extrema literariedad del texto se le suma la importancia filológica de un corpus que lleva décadas institucionalizado como clásico, la tarea del traductor adquiere ribetes de temeridad o de heroísmo. Algo de lo uno y mucho de lo otro hay en este volumen de Poesía goliárdica, y el primer acierto del traductor es querer ofrecernos, en castellano, algo semejante a lo que fueron en su origen las canciones de los clérigos vagantes de los siglos XII y XIII. Eran poemas en latín, pero con los procedimientos versificatorios de la poesía en lengua vulgar, basados, por tanto, en el número de sílabas, la disposición de los acentos y, como incorporación más llamativa, el uso y aun abuso de la rima. Todo ello les daba un aire experimental y lúdico, fuese cual fuese el asunto -no siempre intrascendente- de la composición. Ante tal panorama, las dos opciones extremas de cualquier traductor están bien claras: o una traducción filológica y de servicio (pienso en las de Martín de Riquer de los trovadores o de Carlos Alvar de los estilnovistas, por poner ejemplos equiparables) o una porfiada conservación de todos y cada uno de los procedimientos, recursos y aun caprichos formales (las de Juan Ramón Masoliver de Cavalcanti y otros estilnovistas).
POESÍA GOLIÁRDICA
Traducción métrica de Miguel Requena
Acantilado. Barcelona, 2003
432 páginas. 25 euros
La poesía de los goliardos ya ha tenido traductores ilustres como Luis Antonio de Villena o Francisco Rico (cuya versión de los Carmina Burana, por cierto, acaba de ser copiada línea a línea y pirateada bajo otro nombre), y al sumarse a ellos, Miguel Requena ha optado por la solución más arriesgada (es decir, la más valiente): procurar que el resultado dé cuenta del sentido, pero también, y sobre todo, de la función estética de los textos originales. Por ejemplo, lo que fue, en el latín festivo y atrabiliario de los goliardos, una canción de taberna, debe funcionar, en el castellano del lector de este volumen, como una canción de taberna. Quitarles la rima a estos poemas sería desnaturalizarlos. El campanilleo de las rimas originales, a veces de una facilidad grotesca (deliberadamente grotesca), es reproducido con gracia, y los ripios iniciáticos del latín goliárdico conservan su frescura en bastantes de las piezas de la colección. Pongo un único ejemplo, La aldeana y el escolar: "Salió de mañana al prado / una joven aldeana / con su hato y su cayado / y manto de blanca lana. // Llevaba en el rebatiño / una oveja y una asnilla, / una cabra y un cabrito, / su ternero y ternerilla. // Divisó en la pradera / recostado a un escolar: / '¿Qué haces ahí de esa manera? / Ven conmigo a retozar". Una traducción meramente literal o parafrástica no sería capaz de provocarnos la sonrisa instintiva o involuntaria que perseguían aquellas viejas canciones actualísimas con su don de la ebriedad. Otras muestras pueden ser El abad de la Cucaña o los difíciles y bien resueltos pareados de Este tiempo rastrero.
Claro está que aquí no se cumple un viejo ideal de la teoría de la traducción, el de la reversibilidad (si tradujésemos al latín medieval las versiones de Miguel Requena el resultado se parecería muy poco a lo que escribieron el Archipoeta o Sedulio Escoto o Gualtero de Chatillón o los numerosos autores anónimos), pero creo que sale muy bien parado otro de los propósitos de toda traducción, el de la equivalencia funcional: el traductor nos ofrece algo que produce el mismo efecto que el original y que es consecuente con la intención de los autores (sobre estos asuntos ha vuelto recientemente Umberto Eco en Dire quasi la stessa cosa). Paradójicamente, con tal gusto por la letra, por los esquemas formales, por la rima y sus sonsonetes, lo que mejor nos traslada Miguel Requena es el espíritu de las composiciones goliárdicas.
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