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Columna
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Cancún

Casi dos años después del cónclave de la Organización Mundial de Comercio (OMC) celebrado en Doha -entre el desierto y el mar, para impedir el acceso de los miles de organizaciones y manifestantes que habían bloqueado Seattle en 1999-, se ha reunido de nuevo la cumbre de esta organización, ahora en la ciudad mexicana de Cancún. Y aunque las movilizaciones han sido en esta ocasión menos importantes que en Seattle, la cumbre se ha cerrado con otro sonoro fracaso.

La OMC surgió hace ya casi una década para tratar de buscar solución a los problemas del comercio mundial en el nuevo contexto determinado por la globalización. Anteriormente, era el GATT quien se ocupaba de las negociaciones entre gobiernos para eliminar las trabas al comercio, derivadas del establecimiento de aranceles, y otras medidas dirigidas a impedir la entrada de productos del exterior. Pero claro, en una era como la actual, en la que los capitales circulan sin restricción, los aranceles ya no constituyen el problema principal para las grandes empresas, aunque continúen siéndolo para muchos países pobres a cuyos productos se impide la entrada en nuestros mercados. Ahora, muchas firmas eligen sin apenas dificultad en qué país se quieren instalar, aprovechando las ventajas de cada lugar: mano de obra más barata, medidas menos exigentes para la protección del medio ambiente, menos impuestos, etc...

Las nuevas tecnologías de la comunicación son el otro gran instrumento con que cuentan las empresas para elegir su ubicación. La información en tiempo real permite salvar muchas barreras que antes representaban costes muy elevados, abaratando los productos y los servicios, no tanto para los sufridos consumidores, pero sí para las empresas. En estas condiciones, todo es aprovechado para competir en mejores condiciones en unos mercados cada vez más complejos. Pero claro, esto crea numeosos conflictos entre diversos tipos de actores.

Están por un lado los grupos empresariales, que pretenden que los gobiernos de los distintos países no puedan condicionar su labor, para así trabajar con menor coste y ganar cuotas de mercado en unos y otros lugares. Por otra parte los sindicatos, que ven con preocupación cómo algunas empresas se trasladan a otros lugares, cerrando centros de trabajo en busca de mano de obra más barata. Los gobiernos, por su parte, intentan salvar el pellejo apelando a intereses nacionales, mientras miran de reojo a su electorado y a algunos lobbies empresariales que financian sus campañas. Los agricultores de EE UU y Europa quieren mantener la protección y los subsidios, evitando que la producción de otros países -sensiblemente más barata- llegue a nuestros supermercados. Pero los gobiernos de los países en desarrollo exigen menos retórica a favor del libre mercado, y más facilidades reales para la entrada de su produccción agrícola e industrial en los países ricos. Y, por último, están los consumidores, que no entienden porqué los precios siguen subiendo, mientras a los países más pobres se les impide vender sus productos y mientras muchas empresas ganan cada vez más dinero.

La OMC se ha convertido en el espejo de todos los conflictos desatados por la globalización. Algunos pretenden seguir defendiendo los privilegios de los principales grupos empresariales y de los países más ricos. Pero otros, entre ellos miles de ONGs, señalan que los derechos de las personas están por encima de los intereses de las empresas. El nuevo secretario de Estado de Comercio del Gobierno español acaba de decir que "la OMC no es un organismo para promover el desarrollo de nadie", poco después de apoyar el fracasado documento de Cancún en el que trataban de defenderse los intereses de los países más poderosos y de sus empresas. Se agradece la claridad de sus posturas. Pero, por favor, que no continuen hablando de las ventajas del libre mercado, mientras cierran éste a muchos productos de los países menos favorecidos, y tratan de imponerles unas normas que limitan aún más sus posibilidades de desarrollo.

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