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San Petersburgo, 2003

Victoria Combalia

Entre l974 y 2003, muchas cosas han cambiado en San Petersburgo. Viajé entonces como estudiante y fuimos recibidos por miembros del Komsomol, la organización juvenil del Partido Comunista. En nuestras pequeñas mentes antifranquistas latía una gran fascinación por la Revolución Rusa y poco sabíamos de las purgas de intelectuales y políticos llevadas a cabo no sólo por Stalin, sino también por Lenin. A nuestros 20 años, procedentes de un país oprimido bajo una terrible dictadura, pretendíamos llevar a cabo un diálogo de tú a tú con aquellos comunistas, preguntándoles aspectos concretos de su revolución. Fuimos recibidos con un gran cartel en el que se leía "¡viva la fraternidad entre los pueblos!" encima de una mesa provista de gaseosas y platos con galletas por todo manjar y se nos invitó cordialmente a bailar, no a entablar una discusión sobre cómo se llegaba a una sociedad sin clases y cómo se gestionaba lo que nosotros considerábamos, ingenuamente, una democracia.

San Petersburgo ha cambiado. Muchas fachadas han sido remozadas, pero otras están olvidadas

Entonces todo estaba destinado a glorificar al partido, y la gente, temerosa de la represión, no hablaba. Algún guía joven, un poco más lanzado, afirmaba que la solución para Rusia sería poseer los servicios sociales propios del comunismo con los objetos de consumo de que disfruta el mundo capitalista. Algo de esto ha sucedido -salvo que en su peor versión- con el gran cambio social operado en estos últimos años: ahora el país se divide entre quienes han hecho mucho dinero con la libertad de comercio y pueden acceder a tiendas como Max Mara, Kenzo o Nokia, y el resto, que cobra salarios de 40 dólares al mes y para quienes ir a estas tiendas es como visitar un museo: contemplar algo intocable, que jamás poseerán. No extraña que, como en Cuba, los más espabilados se dediquen al turismo: las enfermeras y profesoras de universidad prefieren lavar y planchar la ropa en el Gran Hotel Europa a seguir en sus antiguos puestos de trabajo, ya que en el hotel pueden ganar hasta 200 dólares al mes.

San Petersburgo ha remozado sus fachadas con ocasión del tercer centenario de su creación, pero todo es como Dr. Jekyll y Mr. Hyde: un poco más allá de las majestuosas orillas del Neva y de sus principales canales, aparecen las calles desiertas, con las ventanas de las casas llenas de pintadas y sus tétricas entradas. Dentro de estos edificios no se vive mejor: es lo que dos magníficos fotógrafos, el uno ruso y la otra francesa, han captado con mano maestra. Lise Sarfati (de la agencia Magnum) viajó a Rusia en l996 y ha congelado en un libro titulado Acta Est (mejor libro fotográfico del año 2000, publicado por Phaidon Press) unas impresionantes imágenes de la ruina física y moral del ex país soviético: aulas con paredes descascarilladas y carteles raídos; tenebrosos centros de reeducación para niños; lúgubres patios de viviendas obreras en Siberia; paradas de autobús en las que nadie se pararía y desgarradores interiores de fábricas, casi destruidas de tanto abandono. Por su parte, Boris Mijailov (nacido en l938 en Kharkov; vive en Berlín), de quien acaba de aparecer el libro Una retrospectiva (Scalo Books, 2003), fotografió el ocio de la Unión Soviética en los años setenta, con sus bañistas de cuerpos deformados de tanto comer patatas, y en la década de los noventa, las calles destartaladas en las que vagan los sin techo en Ucrania. El conjunto esta impregnado de una fuerte crítica social por el solo hecho de mostrar una realidad en completa degradación, pero su fuerza es la de ir mas allá del mero documento: ambos pasarán a la historia de la fotografía.

Esta ciudad de contrastes ha visto recientemente la transformación de su famosa Perspectiva Nevski, ahora rebautizada coloquialmente como "el Broadway ruso" por la animación que reina en ella. Las chicas van, en efecto, con pantalones de pata de elefante y zapatos de una punta inimaginablemente larga, mientras otros jóvenes, en círculo, rodean a unos bailarines de rap. Todos parecen felices en esta tarde soleada de finales de agosto. Sin embargo, a cuatro pasos hay gente miserable que te pide desesperadamente un euro, y una bella muchacha, rubia y sin dientes, te suplica limosna para su caballo haciendo alzar la pata a su pobre animal. Un poco más allá he podido ver a un hombre anuncio, como aquellos que existían en los años treinta, cuyo cartón, tremendamente sucio, propone ventas por Internet. Más en la onda y más lucrativo es el negocio de unos simpáticos jóvenes que me ofrecen una camiseta en cuyo anverso, bajo la figura de Lenin, se lee "Mac Lenin", y en el reverso, "party is over" ("el partido se ha acabado"). Me compro inmediatamente esta versión ingenua de lo que podría ser una obra de arte del catalán Francesc Torres o del malagueño Rogelio López Cuenca, esperando que, si me las firman, me habré hecho yo sola un ready-made.

Para ultimar mi galería de contrastes, les diré que junto a las maravillas del Hermitage,uno de los mejores museos del mundo, existe a tan sólo 500 metros un museo apenas conocido por los turistas extranjeros y que constituye una perla rara.Se trata de la Kunstkammer o Gabinete de Curiosidades de Pedro el Grande, que alberga, además de un excelente colección de etnografía y antropología, toda una serie de seres y objetos excepcionales, como una oveja con dos cabezas, fetos con extrañas deformidades guardados en formol y hasta los dientes extraídos por el zar, que resultó ser un dentista aficionado. Para no perdérselo.

Victoria Combalía es crítica de arte.

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