Cacofonía patriotera
Aunque las formas son determinantes en democracia, la meticulosidad no distingue a los políticos españoles. Casi todos los que han tenido poder han utilizado sin escrúpulos cualquier recurso que les permita optimizar sus posibilidades, desde el abandono de alcaldías a media legislatura para dejar tiempo al sucesor para labrarse una victoria electoral hasta el abuso de los medios de comunicación pública y de su posición por parte de los partidos que gobiernan.
En medio de tanto vicio, florecen, a veces, inesperadas flores de virtud. José María Aznar, el hombre que grita pero no escucha, el que perdona la vida con desprecio y arrogancia a todos los que no comparten sus posiciones, el que ningunea al Parlamento y se niega a asumir las responsabilidades por las mentiras en la guerra de Irak, el que ha batido todos los récords de manipulación de la televisión pública, el que ha hecho del PP un partido servil capaz de hacer de las unanimidades cerradas un valor absoluto (no es fácil de olvidar el entusiasmo con el que los diputados del PP celebraron el voto a favor de la guerra de Irak), el que ha suplantado la voluntad de su partido para escoger personalmente a su sucesor, sorprendentemente ha tenido tres gestos de indudable meticulosidad democrática: limitar a dos legislaturas su tiempo de mandato, sacar del Gobierno al candidato a la sucesión y a Piqué para que emprenda su misión en tierra de infieles. Es curioso que con estos tres gestos Aznar se haya convertido para Carod Rovira en medida de calidad democrática. Al PP ha invocado para criticar la dualidad de conseller en cap y candidato a la presidencia de la Generalitat adoptada por Artur Mas.
En cualquier caso, los abusos de posición serán constantes en una campaña a la que Convergència i Unió va convencida de que se lo juega todo. Y este todo es el sistema de poder cristalizado en 23 años de hegemonía. Siendo criticable la trapacería de Mas, a mí me parece peor el juego de descalificaciones y mentiras de la campaña electoral. Desde la propia CiU se emiten impunemente certificados de catalanidad, y se pone en cuestión la lealtad patriótica de los demás partidos. Los efectos secundarios de este intento de deslegitimar a todo lo que escapa al poder de arrastre de la espiral nacionalista me parecen peores que la frivolidad democrática de simultanear dos papeles por parte de Mas. Estos efectos secundarios tienen que ver con el otro debate de arranque de campaña, en torno a la fiesta nacional, el 11-S.
A mí me parece que cualquier debate sobre una hipotética modificación de los rituales del 11-S patrio tiene que partir de tres supuestos. Primero: ser silbados forma parte del sueldo de los políticos. Todo el mundo tiene derecho a expresar su disconformidad con pitos y abucheos, del mismo modo que puede expresar su acuerdo con aplausos. ¿Verdad que Piqué no se habría quejado si le hubieran aplaudido? En tanto no aparezca la violencia, hay poco que objetar.
Segundo: la intolerancia no tiene patria ni color. Un fascista es un fascista, sea catalán o español, sea un boix noi o un brigada blanquiazul. Cualquier síntoma de tolerancia con los intolerantes propios porque son los nuestros es democráticamente inaceptable. Al fin y al cabo, la cultura democrática es resistencia a cualquier forma de intransigencia y de comportamiento despótico, sean los que sean su origen y su condición.
Tercero: realmente, el desfile de personalidades institucionales y entidades llevando flores a la estatua de Rafael Casanova tiene algo de esperpéntico y mucho de obsoleto. Se me dirá que todos los países tienen rituales de este tipo, y que el ritual forma parte de la construcción de la nación política. Tendríamos que ver caso por caso, pero los tiempos cambian y es perfectamente razonable adecuar los ritos a la evolución de las sociedades.
En cualquier caso, no es porque silben al señor Piqué y al PP, al Espanyol o al PSC que hay que cambiar las tradiciones de la Diada. Es porque el lugar de Cataluña en el mundo ya no es -o ya no debería ser- el de hace 25 años, cuando todo lo simbólico, por arcaico que fuera, sumaba en la reivindicación de la nación. Una Diada, por otra parte, que la inmensa mayoría de los ciudadanos, la piensa ya mucho más en términos de puente vacacional que en términos de exaltación patriótica.
Los caprichos de la historia han querido que el 11-S ocupara un lugar de referencia en el calendario por dos acontecimientos de importancia universal: el 11-S chileno y el 11-S norteamericano. Los que fueron verdugos hace 30 años, fueron víctimas hace dos, aunque en este breve tiempo su Gobierno ha liquidado todo el patrimonio de simpatía acumulado. Pero el 11-S chileno nos permite reflexionar sobre los límites de la política y sobre la posibilidad real de construcción de alternativas en democracia, y el 11-S norteamericano sobre los problemas de la seguridad y de la democracia en la sociedad global. En ambos casos, los mecanismos de la memoria, del olvido y las estrategias de respuesta dan mucho material para pensar.
Sin dar demasiadas concreciones, Maragall ha apuntado desde Chile la conveniencia de que el 11-S catalán se abriera a estos dos acontecimientos históricos. Una oportunidad más de realizar esta función de lugar de encuentros imposibles que Cataluña debería tener como un modo propio de estar en el mundo. Algunos han criticado a Maragall por haber preferido estar en el 11-S chileno que en el 11-S patrio. Me recuerdan a un joven catalán que este verano, prendado por las maravillas de la Costa Brava, exclamó: "Cataluña es tan bella que no merece la pena ir de viaje a ninguna parte". Aunque un solo ciudadano de Cataluña suscribiera estas palabras -desgraciadamente hay muchos más-, ya estaría justificado abrir el 11-S catalán al exterior y sacarlo de la cacofonía patriotera. Democracia también es pedagogía.
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