Un hombre llamado Torres
En las profundidades del estadio Calderón, el niño Torres sigue rumiando el penalti frenético que falló ante Ucrania. ¿Cómo pudo ocurrirle eso? ¿Le encogió la pierna? ¿Escuchó una traicionera voz interior? ¿Metió los dedos en el enchufe?
Exigencias al margen, nadie podía discutir su calidad ni su buena disposición. Además, era vox pópuli que algunos meses antes había decidido aceptar sin excepciones todos los compromisos de la fama. ¿Querían entregarle el mando del Atlético de Madrid? Muy bien, de acuerdo, ahí estaba él, con sus botas fosforescentes y sus greñas doradas, diciendo Aquí estoy, dame la pelota: yo me encargo de todo. En ese estado de iluminación, las misteriosas fuerzas magnéticas del estadio pasaban por sus piernas como una segunda corriente nerviosa. Cuando decidía Me voy, la pelota y las fibras musculares se ponían inmediatamente de acuerdo: improvisaban un truco, elegían un camino, y de repente estaba atravesando las líneas con su braceo de equilibrista, su galope quebrado y su zancada de mimbre.
Desde entonces había escuchado su propio nombre cientos de veces en plazas, aeropuertos y vestíbulos. Para soportar el zumbido de la popularidad aplicaba una antigua fórmula de supervivencia: escuchaba con atención, medía sus palabras y hablaba en voz baja a micrófonos, cámaras y otros desconocidos. Por eso merecía formar parte de la mitología del Atlético, y en el partido España-Ucrania pitaban penalti, y él dijo una vez más La pelota es mía, se abrió camino y la puso en el punto blanco. Media Europa estaba mirándole: si todo iba bien, marcaría su primer gol con la selección absoluta y entraría para siempre en el fichero de la posteridad. Sus planes eran ésos cuando eligió un ángulo de tiro, tomó carrerilla y arrancó a toda velocidad.
Sólo había un problema: Shovkovsky, el portero contrario, tenía sus propios planes. Vio venir a Fernando, le bailó la danza del vientre, y un segundo después había desactivado su mecanismo de disparo pieza por pieza: le encasquilló la cadera, le bloqueó la rótula, le aflojó el tobillo y paró el penalti. Muy cerca, los otros novatos de la Selección se miraron con un gesto de incredulidad: Reyes afinó su regate, Joaquín revisó los piñones de su bicicleta y Xabi Alonso apretó el tornillo de su compás.
Entonces llegó Raúl y mandó parar. Luego, en algún lugar de la trastienda, sofocado y pensativo, Fernando se pasó la mano por la frente, cargó con la bolsa y volvió al hotel mordiéndose el labio.
Horas más tarde tomó aire y levantó la cabeza: representaba diez años y diez centímetros más. En adelante, será difícil llamarlo Niño.
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