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Occidente ya no existe

La caída, en noviembre de 1989, del muro de Berlín marcó profundamente una ruptura a nivel de civilizaciones. Los atentados de Manhattan del 11 de septiembre de 2001, no. No hay que confundir un fenómeno inaugural con un gran, enorme espectáculo, aunque fuera el más desastroso y el más inédito de todos los supuestos catastróficos imaginados en los laboratorios de Hollywood. Antes de noviembre de 1989 no sabíamos lo que iba a ocurrir. Nada. Antes de septiembre de 2001 lo sabíamos todo. Todo. No sabíamos que Estados Unidos podía ser agredido en su "Ciudad de pie" (Céline), este símbolo occidental del Progreso, con la suntuosidad arrogante y futurista de la agresión y el carácter alucinante y onírico del drama. Ignorábamos en qué podía convertirse la intensidad del trauma en el alma de la América profunda. Pero sabíamos lo demás. Sabíamos que la verdadera fuerza, la única fuerza verdadera, pertenecería en adelante a los herederos de Eróstrato, que incendió el templo de Artemisa en Éfeso; a los de Nerón, que se deleitaba viendo Roma bajo las llamas, y a los de Calígula, del que uno de sus contemporáneos decía que la desmesura de su demencia le llevaba a creer que, para entrar en competición con los dioses, había que masacrar a los seres más cercanos, a los más queridos. Estos tres antihéroes preconizaron el disfrute de lo peor, el éxtasis de la nada, quisieron transformar la destrucción en destino.

Sabíamos que la guerra clásica ya había sido puesta en tela de juicio, primero por la guerra subversiva inspirada en Vietnam, aplicada en Argelia y exportada a Argentina. Luego, por el enfrentamiento nuclear. Pero es evidente que hoy estamos ante una forma aún más nueva de guerra y que todos los Clausewitz, antiguos o modernos, tienen que revisar sus datos. A partir del momento en que unos grupos, incluso unos individuos, tienen la posibilidad de ser clandestinos, apátridas y de confundir los medios y los fines hasta hacer de la violencia un objetivo sin tener que preocuparse por la capacidad de respuesta del enemigo, nos encontramos ante una nueva forma de anarquismo incontrolable y planetaria. Sobre todo porque la antigua política de disuasión aquí se vuelve ineficaz. Ya no hay equilibrio, sino suma de dos terrores, dado que el suicidio ya no es temido, sino reivindicado. Todo el mundo lo ha comprendido. La prueba es que cuando la guerra contra el terrorismo fue declarada por EE UU tras el 11-S, nadie tuvo nada que decir ante el hecho de que la superpotencia que había sido agredida se sintiera más concernida y más capacitada para dirigir esta guerra en todos los frentes y con los mayores medios. Era por el bien de todas las naciones democráticas. Además, era la condición para la supervivencia de Occidente. Y, por último, era la condición para la seguridad del Oriente árabe e islámico. Pero pocos pensaban que esta misión a la que los estadounidenses se habían lanzado -primero, con el acuerdo de todos en Afganistán- podía conducirles a una intervención unilateral, solitaria y preventiva contra Irak.

Pocos imaginaban que George W. Bush se dejaría convencer por Sharon de que la cruzada contra el imperio del Mal pasaba por la eliminación, no de Hamás y la Yihad, sino únicamente de Arafat. Aquel día, desde sus inicios, la cruzada quedaba comprometida. Enseguida fue abandonada por los árabes y los musulmanes. Demasiado lentamente descubrimos que el 11-S ha sido la coartada, pero también la verdadera causa, que ha desencadenado un antiguo proyecto muy intelectual o más bien cerebral: el proyecto napoleónico y demente de llevar la democracia a Irak de forma que, por contagio, propague la paz en Israel, en Irán y en otros países y garantice los intereses petrolíferos occidentales.

El día después del 11 de septiembre de 2001, los estadounidenses tuvieron la sensación de encontrarse ante un simple caos: el de lo imprevisto unido a lo irresponsable. Sin embargo, lo sabían todo desde agosto de 1998. Durante semanas, todos los periódicos del mundo comentaron, con grandes titulares, los bombardeos llevados a cabo por EE UU en represalia a los atentados antiestadounidenses en Tanzania y Kenia. Los lugares bombardeados se encontraban en Sudán y Afganistán, dos países que supuestamente daban cobijo a la logística sofisticada y opulenta de las redes de Osama Bin Laden, ¡al que ya se llamaba por su nombre! Resulta edificante -y alucinante- recordar estos titulares que datan, una vez más, de 1998: EE UU celebrará el milenio bajo la angustia de los atentados terroristas; Washington se prepara para una larga batalla contra el terrorismo islámico; Bill Clinton anuncia una larga lucha contra el terrorismo, y, por último, Contra el terrorismo sólo hay un arma: la Información.

La prestigiosa revista estadounidense Foreign Report publicó un informe oficioso sobre la relativa incapacidad de prevenir un acto terrorista. Este informe planteaba una duda, seria y alarmada, sobre la capacidad del célebre escudo antimisiles para evitar una acción terrorista: "Dispondremos de todos los medios para prevenir una agresión de países que no piensan en atacarnos y no tendremos ningún medio de evitar los atentados de quienes, por el contrario, sólo piensan en ello". Luego la conclusión quedaba lanzada: EE UU sólo disponía de sus propios servicios de información.

Así pues, ¿qué hemos aprendido de este 11 de septiembre de 2001? Que lo peor, de ser posible, pasa a ser probable cuando podemos preverlo, pero sin disponer de los medios para prevenirlo. Es cierto que todo ha cambiado desde el 9 de noviembre de 1989, es decir, desde la caída del muro de Berlín. En efecto, parece que la característica del final del siglo XX haya sido su carácter imprevisible. Todos los criterios que se utilizaban hasta entonces para prever un futuro incluso cercano desaparecieron. Se puede decir que, prácticamente, ninguno de los acontecimientos planetarios importantes que han irrumpido desde hace 14 años había sido previsto por los expertos.

Fue el caso de la reunificación de las dos Alemanias el 3 de octubre de 1990, de la independencia de Ucrania y Georgia en 1991, de la conversión de Chile a la democracia entre 1981 y 1991, de la serie de acuerdos entre Israel y los palestinos y, en especial, de la anulación en 1993 de la ley de 1986 sobre la prohibición pronunciada por la Kneset de establecer cualquier contacto con la OLP. Asimismo, no se pronosticó nada en relación con la guerra del Golfo, con el drama yugoslavo o con los atentados de octubre de 1990. En cuanto a la caída del sistema soviético, ningún vaticinio, ningún cálculo de probabilidades, ninguna especulación sobre el futuro había programado tal efervescencia en la cúspide del Kremlin, ni tanta pasividad en la base de los pueblos.

El ex presidente de EE UU George Bush padre ha publicado, junto con su ex consejero nacional de Seguridad Brent Scowcroft, unas Memorias en las que,entre otras revelaciones, nos descubre que, hasta el último momento, los jefes de Estado del mundo entero, en todo caso según todos los expertos de EE UU, no creyeron en una transición no violenta del sistema comunista a la democracia. Hasta el último minuto, pensaron que Mijaíl Gorbachov iba a enviar tropas a Alemania. En definitiva, George Bush se acusa a sí mismo de aquello que se reprochaba únicamente a François Mitterrand.

Luego ocurrió un fenómeno sorprendentemente imprevisible. Los estadounidenses, al igual que Occidente, o incluso el mundo entero, se han acostumbrado tanto a la incertidumbre, a lo imprevisto e improbable que no creyeron las previsiones mejor fundadas y, por una vez, más audaces sobre las amenazas terroristas que se preparaban. No creyeron en ellas porque la originalidad inédita de lo que se anunciaba les parecía demasiado espantosa para ser cierta. La información dada pertenecía más a la ficción que a la realidad. Por otro lado, y sobre todo, los dirigentes de la CIA no creyeron a sus informadores porque en ocasiones anteriores casi siempre se habían equivocado.

Aún no he dicho lo que es, en mi opinión, lo más grave y lo más importante. No sólo la lucha, absolutamente fundamental, contra el terrorismo ha quedado comprometida y desacreditada por las condiciones de la intervención en Irak, sino que la forma en que el trauma del 11-S ha sido utilizado por un puñado de Doctores Strangelove para realizar una guerra "preventiva" ha cambiado el rostro de Occidente ante el resto del mundo. De modo que debemos sencillamente preguntarnos si todavía existe un Occidente. Es la primera vez que esta pregunta se plantea desde el final de la II Guerra Mundial.

Desde que EE UU decidió privarse del apoyo e incluso del patrocinio de la ONU para intervenir en un país soberano culpable de supuestas intenciones agresivas y de poseer armas inencontrables; desde que, como reacción, la Francia oficial y todas las opiniones públicas europeas sin excepción han denunciado el unilateralismo estadounidense, se puede decir que existen dos visiones diferentes del mundo. También existen dos concepciones opuestas, dependiendo de que se desee, como Tony Blair, una Euro-América o, como Jacques Delors, una Europa al mismo tiempo social y competidora de EE UU. Washington no se resigna a la idea de que pueda haber un Ejército europeo que escape al mando militar estadounidense. Hay que aceptarlo, sin saber por cuánto tiempo, pero ya existe un Occidente atlántico y un Occidente europeo o, si acaso, euromediterráneo. Es decir, que Occidente ya no existe. Y si lo que digo es cierto y es algo duradero, entonces podemos hablar de una verdadera ruptura de civilizaciones.

¿En qué puede encarnarse esta vuelta del Mal que, como un fantasma, atormenta la mala fe de las buenas conciencias? Cuando se hace el recuento de las hipocresías y de los cinismos, es obligado señalar que hay dos concepciones de la justicia radicalmente opuestas. Antes, el más fuerte imponía aquella idea que era más justa. Pero de repente, ya no sabemos quién es el más fuerte. Y vemos que al servicio de dos causas antagonistas y salvajemente hostiles se emplean unos medios que a menudo contradicen y en ocasiones llegan a deshonrar los fines. La intervención preventiva y unilateral en Irak debía liberar al país y ofrecerle los medios y el gusto por la democracia, el bienestar y la lucha contra el terrorismo. Por el momento, sólo ha logrado liberar al pueblo iraquí de un jefe de Estado abominado. La paz debía requerir todos los cuidados que requirió la guerra. No ha sido así. El caos en Irak pone a Occidente en un compromiso.

En lo que respecta al terrorismo internacional, se puede decir que uno de sus medios es contrario a todo aquello que permanece inalterable en el fundamento ético de las civilizaciones. Desde una determinada época que se remonta, en la Biblia, al profeta Ezequiel y que prosiguió con el mensaje de Cristo, ya no se tiene moralmente el derecho de imponer sanciones colectivas, de distinguir entre el crimen y el criminal, entre los criminales y los inocentes.

Es conveniente que cada cual, esté en el bando que esté, recuerde que no tiene el derecho moral a optar por matar a civiles, mujeres, niños, ancianos o adultos que no son en absoluto responsables de lo que se consideran crímenes. ¿Se hizo algo distinto en Coventry, Dresde o Hiroshima? Era la guerra total. Algunos grandes personajes de la resistencia condenaron Hiroshima y los atentados contra civiles. Pero desde la esclavitud y la colonización; tras el Holocausto y las revoluciones bolchevique, rusa o jemer; tras el genocidio monstruoso de Ruanda, nos habíamos hecho a la idea, al menos en algunas partes del mundo, de que la preparación deliberada y planificada de una agresión contra civiles era un crimen contra la humanidad. Pero resulta que, muy rápidamente, la masacre de civiles deja de ser patrimonio de un único bando. Si se aterroriza a los terroristas y si el terrorismo responde al terrorismo, ¿cuándo cesará el terror?

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