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Albricias populares

Verdaderamente, el Año Mariano de la derecha española no ha podido empezar bajo mejores auspicios para su sucursal catalana: casi como celebrar la Navidad en septiembre. Apenas digitus Dei (el dedo de Dios) hubo ungido al sucesor, y cuando los responsables del Partido Popular de Cataluña ya estaban resignados a quedarse sin ministro propio, he aquí que la munificencia del altísimo concede la cartera de Administraciones Públicas a una de sus militantes más conocidas, aunque poco orgánica, la señora Julia García-Valdecasas Salgado. Llega a continuación el ya inaplazable momento de lanzar a Josep Piqué como candidato a la presidencia de la Generalitat, y el acto se convierte en una apoteosis de ministros y barones autonómicos, en la puesta de largo de Mariano Rajoy como ºpríncipe heredero, en el primero de los adioses de José María Aznar. Y claro, con todo ello la atención mediática se dispara, y se suceden las entrevistas en prensa y radio... Para un grupo forjado en la adversidad, para un partido que cuando compite solo -sin el primo de Zumosol cubriéndole las espaldas- obtiene entre el 9,5% (autonómicas de 1999) y el 11% (municipales de 2003) de los votos, resulta harto comprensible que los acontecimientos de la primera semana de septiembre hayan dado lugar a un subidón de autoestima, a un repunte de euforia rayano en la arrogancia.

La comprensión, sin embargo, no debe impedirnos el análisis crítico, so pena de que los políticos -los del PP y todos, en general- se envalentonen y se crean con patente de corso para lanzar impunemente cualquier disparate, cualquier sandez o cualquier trola, como si la ciudadanía fuese estúpida de remate y amnésica total. Ha habido bastante de eso en la verbosidad de los dirigentes populares a lo largo de las últimas fechas. Y no me refiero a la formulación de presagios agoreros -"la ruptura con España", "la vuelta a las fronteras medievales y a los guetos culturales"...- si los electores de Cataluña se dejan seducir por cualquier otro partido que no sea el PP, porque tales espantajos son tan burdos y viejos que ya no asustan a nadie. Pero en estas jornadas de excitación y entusiasmo se han formulado algunas otras tesis más específicas y novedosas que, por ello, quizá vale la pena diseccionar.

Así, por ejemplo, portavoces autorizados han descrito sin ironía aparente el nombramiento ministerial de Julia García-Valdecasas -la responsable gubernativa más impopular y contestada en Barcelona desde la recuperación de la democracia- como una muestra de la "sensibilidad" del presidente Aznar hacia Cataluña. En cuanto a la agraciada, ésta ha exhibido enseguida su ya reputada habilidad para repetir consignas oficiales con la imaginación de un autómata -"no existe un clamor en la sociedad para la reforma de los estatutos de autonomía", "ahora lo que toca es la descentralización de las comunidades autónomas hacia los ayuntamientos"- y, además, ha hecho una afirmación personal fuerte, audaz, a la ofensiva: "Soy tan catalanista como Piqué y tan catalana como el que más".

Por lo que se refiere a lo segundo, nada que objetar. La catalanidad no se le puede escatimar a nadie, tanto si la reclama por voluntad propia como si la posee en razón de nacimiento, y no depende de filiación política alguna; catalanes eran, pues -por citar a algunos ilustres predecesores de doña Julia en el Consejo de Ministros-, Pedro Gual Villalbí y Eduardo Aunós Pérez, Pedro Cortina Mauri, Landelino Lavilla Alsina y Cruz Martínez Esteruelas. Tocante al catalanismo, en cambio, el asunto ya es más peliagudo; si la savia del catalanismo se adquiriese -un mero suponer- en la tienda Loewe del paseo de Gràcia, entonces García-Valdecasas sería Prat de la Riba redivivo. Ahora bien, si el adjetivo catalanista implica algún contenido ideológico, cultural o sentimental concreto, en ese caso la ex delegada y flamante ministra haría santamente en no arrogarse lo que le ha sido siempre ajeno. Aunque sólo fuera por pudor.

Por otro lado, ¿constituye Josep Piqué la nueva unidad de medida del catalanismo según el sistema métrico del PP? Lo digo no sólo por la expresión de García-Valdecasas -"soy tan catalanista como Piqué..."-, sino también por las palabras de José María Aznar durante su discurso barcelonés del pasado domingo: "Josep Piqué ha dejado una huella catalana en la política española mucho más profunda que todos los políticos nacionalistas juntos". ¿Huella catalana? ¿O, simplemente, huella? ¿Estaría el presidente del Gobierno pensando en el paso del de Vilanova i la Geltrú por Asuntos Exteriores, donde como es bien sabido dejó Gibraltar en un tris de volver a la soberanía española -creo que las últimas monas del Peñón están ya haciendo las maletas-, y las relaciones con Marruecos a punto de Perejil, y a George W. Bush impresionado por las reverencias en la finca de Quintos de Mora? ¿Se refería tal vez Aznar a la gestión en Ciencia y Tecnología, de la que todos los investigadores y becarios del país no dicen más que maravillas? ¿O quizá a la habilidad con que el elogiado se escabulló del caso Ercros gracias a la inestimable ayuda del fiscal general del Estado? Tanto el compañerismo como la propaganda tienen su lugar en la política, pero ¿no deberían administrarse con algo más de mesura?

Lo que no cabe regatearle a Josep Piqué es el desacomplejamiento con el que asume su difícil misión, ni tampoco la adaptabilidad a los cambios -el último, su conversión instantánea al marianismo-, ni el apuntar siempre a lo más alto. En un libro-entrevista aparecido el pasado julio, el todavía ministro afirmaba: "A la burguesía catalana siempre le ha faltado ambición". Está claro que de él no podrá decirse otro tanto, pero sería deseable que el liderazgo político requiriese, además de audacia y ambición, dosis importantes de credibilidad y coherencia.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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