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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Más tropas, más dinero

Al pedir a otros países más tropas, por más tiempo, y más dinero para la guerra y la paz en Irak, George W. Bush ha venido a admitir el fracaso de su estrategia. En su primer discurso televisado en todas las cadenas de EE UU desde que el 19 de marzo anunciara el bombardeo de Bagdad, el presidente de EE UU ha anunciado que solicitará al Congreso 87.000 millones de dólares suplementarios este año: un 75% para hacer frente a los gastos militares y el resto para la reconstrucción de Irak y Afganistán. Ha sido un discurso pesimista. No da su brazo a torcer, pero contrasta con la arrogancia del jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, según el cual "la situación mejora día a día" en Irak, a cuya población responsabiliza de la seguridad del país.

La línea seguida para ganar la guerra provocando el hundimiento del Estado, incluido el Ejército y la policía, ha contribuido a convertir el país que Bush y Blair creen haber liberado en el nuevo centro de diversos terroristas islámicos, venidos, según el primer ministro británico, de 25 países diferentes, que se suman a la resistencia de una o varias guerrillas, aunque el propio Bush ha reconocido que carece de información suficiente sobre todos estos grupos y su grado de coordinación.

No sólo no sabe Bush qué está pasando, sino que está claro que no tiene una estrategia de salida de Irak, quizás porque mandó a las tropas allí para que se quedaran. Ahora, con Irak convertido en un avispero, apela no sólo a la "responsabilidad", sino al "deber" de los otros países de ayudarle con soldados y fondos a deshacer el entuerto. Puede tener razón el secretario general de la ONU, Kofi Annan, al considerar que, incluso siendo críticos con EE UU, el problema creado ahora es "de todos". Pero para lograr ese amplio apoyo internacional que busca, la Administración de Bush debe ir mucho más lejos en su camino de vuelta a la ONU de lo andado hasta ahora y situar el proceso iraquí plenamente bajo la tutela jurídica y política del Consejo de Seguridad.

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Estos largos meses de unilateralismo y neoimperialismo han transformado una solidaridad europea con el amigo americano tras el 11-S en una abismal desconfianza. En tal clima no sorprende que Chirac, Schröder y Putin quieran garantías de que una eventual nueva resolución del Consejo de Seguridad no sirva para legitimar un régimen de ocupación o para convertir a la ONU en máscara simplemente útil a EE UU, sino para acelerar una devolución de su soberanía a los iraquíes que ponga fin a la de ocupación. Toda una diferencia entre este enfoque crítico y flexible y el seguidismo de Aznar y Berlusconi, en posición de firmes ante lo que indique Washington.

Bush se halla presionado por los demócratas, que critican su política en Irak, pero parecen dispuestos, por si acaso, a extender en el Congreso el cheque presupuestario que haga falta y que puede ser muy superior a la cifra citada. Por eso es tan significativo lo que Bush se calló: ni una palabra sobre las misteriosas armas de destrucción masiva de Sadam; nada sobre plazos; rehuyó la palabra "ocupación", y tampoco citó a Bin Laden, en paradero desconocido. Pero impregnó todo su discurso de la "guerra contra el terrorismo", un concepto abonado por la proximidad del segundo aniversario del 11-S. Si se sustituye al terrorismo y al islamismo por el viejo comunismo en una nueva teoría del dominó, las frases resultantes parecen las que justificaron en los sesenta la guerra de Vietnam.

Bush tiene razón cuando afirma que, llegados a este punto, "Oriente Medio se convertirá en una zona de progreso y paz o exportadora de violencia y terror". Pero ni en Irak, ni en Afganistán, ni en el conflicto entre israelíes y palestinos está demostrando clarividencia y capacidad de gestión. Todo lo contrario.

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