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Tardoral

El otoño empecinado de Aznar tropieza con las elecciones autonómicas de Madrid, propiciadas por los suyos que, una vez más, no lo son todos, ni siquiera sus electores; y con las catalanas. Esto es, con Maragall. Tropiezos, que son más frecuentes cuando se desciende, cuesta abajo y de frente, una escalera que nadie estaba obligado a descender.

Al día siguiente de las últimas elecciones, locales y autonómicas, Forges, -creo recordar-, resumía la sensación del elector. El solícito camarero del cafelito mañanero y madrileño, interrogaba al cliente: "el hay que j.., ¿solo o con leche?". Unas semanas, pocas, más tarde, Madrid huía, como aluvión sobrevenido de la codicia y la estulticia elevada a las más altas cotas de la reciente historia democrática del país.

El elector perplejo, y airado, percibió que su voto no traducía los Prestige, las aventuras guerreras, los recortes de los servicios sociales, el deterioro de la asistencia sanitaria o los déficits educativos elementales, junto al desprecio por la investigación. O la intervención sobre el sistema económico, de las empresas a las cajas de ahorro. O el recorte de las libertades, tan naturales hoy, como antaño, que es inmediato, remotas. O el debate acerca de la naturaleza de nuestro estado autonómico, complejo, y con el telón de fondo de la cuestión vasca. Esto es, que no se resolvía nada de lo que le afectaba de modo cotidiano.

Entre tanto nos habíamos empeñado, muy por encima de nuestras modestas posibilidades, en la aventura de ocupar un país, de negar la evidencia de las causas que motivan tan peregrina como inútil tarea, y en amenazar, con voz medio tonante medio condescendiente, a quienes, ¡horror!, siguen proclamando la facultad de pensar como signo distintivo de la especie.

Desde el alto Sinaí, amenaza con sus rayos a quienes se atreven a cuestionar sus tablas de la ley, que acaso no lo fueran nunca, y condena, sin juicio ni leyes previas, a cuanto se oponga a sus designios. Más en la posición de quien tiene la única verdad, acaso revelada, que la de quienes se apoyan en la razón, e incluso en la conveniencia, para proponer sus soluciones. ¿Estulticia? No, desde luego. Norman Mailer recordaba hace pocas fechas que el espectro -por ahora- del fascismo es eso todavía, un espectro. Algunas actitudes, sin embargo, anuncian que el espectro puede adquirir corporeidad. Y actuar, que es lo peor.

Pues no se trata de gentes sin responsabilidad, al margen de las instituciones. Las tienen, y están dentro, con la misma legitimidad de sus ancestros no tan remotos. De Berlusconi a Aznar, o el escurridizo Chirac, al abrigo de las amenazas de Le Pen, por mor de los viejos valores movilizados en las últimas elecciones presidenciales francesas.

Como lobo envejecido prematuramente, Aznar se apresura a alimentar el caos madrileño, y a azuzar los viejos demonios de sus mentores, en el caso de Maragall. No se equivoca, si a eso vamos. Sabe que le duele Madrid y su mayoría social y política de progreso, y en mayor medida una Cataluña capaz de dar su cambio desde el respeto, y ampliando el autogobierno de manera solidaria con una España que, desde 1978, ya no puede ser la de las añoranzas del viejo régimen. Porque aquella España, incómoda e insuficiente para todos, ha cambiado, merced precisamente a la Constitución, a los estatutos de autonomía, y a las nuevas fuerzas emergentes de una sociedad dinámica, capaz incluso de equivocarse, como reflejaba el elector de Forges al día siguiente de la jornada electoral.

Un elector que puede repasar su memoria. La más inmediata, y decir algo así como, "no era esto lo que pensé que iba a suceder". Y aplicarse la lección, de la guerra a la economía, de sus ahorros a las prestaciones que recibe por sus impuestos.

Por su parte, por nuestra parte, la oposición, habrá de pasar de la esperanza desmedida a la humildad, en complicidad con la ciudadanía, más allá de las permanentes tentaciones endogámicas, de las discusiones orgánicas y de la ausencia de ideas a que tan proclives, por causas que ya he explicado en alguna ocasión somos dados. Una nueva oportunidad de rectificación, tras precedentes no tan lejanos -el 35 Congreso del PSOE, el 9 del PSPV- que sólo pueden estimular un discurso abierto, nuevo, capaz de recoger la bandera del pesimismo forgiano para convertirlo en una propuesta eficaz, y compartida, que nos aleje del lúgubre panorama ofrecido por Aznar, sus secuaces, y sus eventuales herederos.

Y en cosecha para los valencianos. La reacción tremendista de Aznar ante la propuesta de la evidencia, el arco mediterráneo, no deja de ser la medida más exacta de un temor: el que se desprende de que los valencianos y las valencianas recuperemos el espacio a que tantas veces hemos dado la espalda, y otras tantas nos devuelve, obstinada, la realidad. Intercambios económicos, infraestructuras básicas para nuestro bienestar, están íntimamente relacionados con nuestros vecinos, del eje Mediterráneo a las conexiones con Francia por Aragón. Nuestro espacio económico, social, histórico. Y los fantasmas, estos sí, espectros de intereses que nada tienen que ver con nosotros, y mucho con otras opciones que nos relegan a la subalternidad.

La propuesta efectiva, a comienzos de este siglo, de una España plural, equilibrada, solidaria, en la que los valencianos y valencianas, de Morella a Elx, tengamos el papel que nos corresponde, se inscribe en el rechazo al uniformismo rancio, de viejo cuño, de Aznar y sus epígonos, incluidos los locales. El vocerío de estos últimos, en consonancia con sus tránsitos internos, no revela otra cosa que su carácter de sucursal, en el que medran sus intereses por encima de los intereses colectivos, ahora como en el pasado.

Y esto comienza en el tiempo tardoral, en el otoño de todos los patriarcas, incluso los prematuros. Y se consolida en 2004, cuando la ciudadanía dé la espalda a quienes nos llevan a maltraer por los senderos arriesgados de la historia, arrinconándonos más aún que sus no tan lejanos ancestros.

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia y diputado socialista por Valencia.

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