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TV-3, la guinda de un pastel ruinoso

La creación de TV-3 fue un acierto. Probablemente, el más vistoso legado de los 23 años de gobiernos de Jordi Pujol. Seguramente, también, el mejor escaparate de los vicios del pujolismo.

En el diseño, lanzamiento y consolidación de la televisión pública catalana se combinan una programación y un formato sensiblemente más cuidados y más adecuados al servicio público que los de otras ofertas televisivas de nuestro entorno con la despreocupación por el dinero público, la pasividad ante el déficit, la instrumentalización ideológica en beneficio de un determinado modelo de país, la creación de un entorno de negocio y el intervencionismo gubernamental. Todo ello, impecablemente protegido por su aportación incuestionable a la normalización del catalán como lengua habitual en los medios de comunicación, por un sostenido liderazgo de audiencia y por un sentimiento nacional que reconoce sinceramente la cadena como la suya. La de casa.

Para cuando Jordi Pujol abandone la presidencia de la Generalitat, en las próximas semanas, la Corporación Catalana de Radio y Televisión, TV-3 será una televisión aceptable pero una pésima empresa y, sobre todo, una inexistente corporación industrial. Estos 23 años se saldarán con una deuda de 720 millones de euros (120.000 millones de pesetas), un déficit anual de 81 millones euros, según previsiones del contrato programa, una plantilla profesionalmente reconocida pero galopando hacia los excesos presupuestarios de las cadenas públicas mastodónticas y con unos compromisos financieros literalmente inasumibles. Dichos compromisos son de dudosa rentabilidad pública (participación minoritaria en Audiovisual Sport, Media Park y derechos televisivos del Barça) y además suman otros 95 millones de euros pendientes de pago.

Las deudas oscurecen un balance que las cifras de la audiencia y la propaganda oficial del caso proyectan a la categoría de éxito. Y quizás lo sea, pero para certificarlo habría que desprenderse antes del lastre que deja el mal gobierno de Convergència i Unió. Y para eso ya es tarde.

Un mal gobierno que no ha sabido, o no ha querido, fijar una financiación suficiente y transparente de la CCRTV. ¿Que razón puede explicar que siendo TV-3 un proyecto nacional imprescindible e indiscutido, con un coste perfectamente conocido, el presupuesto de la Generalitat le condene año tras año al déficit y a la consecuente creación de una deuda astronómica? Podría ser incompetencia. Pero, seguramente es maldad. Se trata de mantener una puerta abierta, permanentemente, para la injerencia en la dirección de la CCRTV, vía parches financieros que en forma de avales del Gobierno le confieren una discrecionalidad muy condicionante para el gestor de turno. Se conceden o no se conceden. Mientras, la batalla por el pluralismo informativo se libra en el Parlament y en el Consejo del Audiovisual con las formas versallescas del protocolo parlamentario.

Un mal gobierno que no ha permitido que la CCRTV se convirtiera en el motor de la industria audiovisual de Cataluña. Durante años, la política seguida en el capítulo de producciones externas de TV-3 ha consistido en una estrategia de pequeños encargos a corto plazo y repartidos entre múltiples productoras, muchas creadas para el caso y siempre bajo sospecha de amiguismo. El fomento del minifundismo empresarial colisiona con la lógica que parece exigir que Cataluña necesita de tres o cuatro grandes grupos audiovisuales que puedan alcanzar el nivel de calidad y el volumen de negocio que les convierta en competitivos.

Si esta política de dividir lo poco que se tiene se complementa con operaciones fallidas, caso de la participación pública en el centro de producción Media Park, que ciertamente ha movido mucho dinero, pero que a la CCRTV sólo le corresponderá la pérdida pertinente, el resultado se califica solo.

Con todos estos peros, TV-3 aparece como lo que es, la guinda de un pastel cuyo ingrediente sustancial es discrecionalidad de la política en materia de comunicación de los sucesivos gobiernos nacionalistas.

La herencia que CiU dejará al país en un sector estratégico como éste está, cuando menos, en la zona gris. Tanto que Pasqual Maragall, en una intervención ante los más destacados empresarios del país, les decía: "Honoraremos y respetaremos los compromisos establecidos". Y añadía a continuación, sin duda pensando específicamente en este sector: "...no aceptaremos ya desde ahora las amenazas de aquellos que nos dicen 'cuando ganéis declararemos la quiebra y no os atreveréis a no ayudarnos'. Y tanto que nos atreveremos. Ya se lo hemos dicho".

Una breve descripción de las situaciones más comprometidas del sector de la comunicación en Cataluña hace innecesarios los comentarios. Diario Avui: el primer diario en catalán de la democracia malvive a pesar de las generosas y no siempre transparentes subvenciones de los gobiernos de CiU que nada pueden hacer frente a una deuda de casi 36 millones de euros. Ona Catalana: la cadena amiga de CiU, creada a golpe de frecuencias hace poco más de tres años, acumula ya unas deudas superiores a los 9 millones, y un crédito oficial de la Generalitat de 5,5 millones.

Sombras y quiebras al margen, lo que caracteriza al sector audiovisual catalán a finales del pujolismo es la incertidumbre. En la radio, la práctica totalidad de los operadores vive en la duda jurídica por unas frecuencias concedidas a título de prueba por el aparato electoral del Gobierno. No existiendo esta categoría de títulos habilitantes, qué valor tendrán los gastos soportados para poner en onda estas frecuencias cuando llegue la hora inevitable del concurso público para adjudicarlas definitivamente. ¿Quién indemnizará a la empresa que de buena fe haya integrado en su emisora unas frecuencias que hipotéticamente podrían corresponder a su competencia?

En la televisión local, las empresas públicas y privadas se han acostumbrado ya a la alegalidad y la tolerancia. O sea, a la presión permanente de la discrecionalidad.

Jordi Mercader, ex consejero del CAC.

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