Publicitariamente correcto
Hace pocas semanas, una cadena de comida rápida tuvo que retirar un anuncio televisivo en que se ironizaba sobre la dura vida del campo: los sindicatos agrarios se habían echado encima. Y más recientemente un nuevo anuncio, en este caso de desodorante masculino, se ha retirado por otras razones: parece que las propiedades de atracción sexual que adornan a la marca dejan a las mujeres como objetos desprovistos de voluntad, juguetes en manos de un macho seductor.
La coerción mental que se impone sobre los publicistas nos habla de una sociedad gobernada por el lenguaje políticamente correcto y desprovista por completo de sentido del humor. Personalmente, el anuncio que describía la vida rural como una letanía de esfuerzos e infortunios me parecía gracioso. Pero lo más gracioso de todo es que los sindicatos agrarios se lo tomaran tan en serio. Presiento que a partir de ahora los publicistas lo van a tener difícil. No habrá modo de reírse de nada ni de nadie. No se podrá mostrar una sola torpeza que afecte a un ciego, a un magrebí o a un bisexual. Será imposible ironizar sobre un niño por ser niño, sobre un calvo por su calvicie, sobre un mudo por su honorable silencio en este mundo infestado de palabras inútiles. Quizás, como en los Estados Unidos, habrá que circunscribir la maldad, como fundamento metafísico, a una minoría de sujetos que reúnan las condiciones de varón, blanco, sano, heterosexual y con dinero.
El lenguaje políticamente correcto es la manifestación final de una ideología antidiscriminatoria, no sólo legítima sino positiva, pero que llevada al extremo arrastra los inconvenientes de todas las ideologías: su falta de sentido del humor. Y en un momento de la historia como este, en que el humor es uno de los pocos asideros con que cuenta cualquier inteligencia, abstenerse de él supone resignarse a la indigencia intelectual.
Claro que de esos anuncios furibundamente censurados por distintos grupos de presión puede sacarse una segunda consecuencia: que el verdadero arte de nuestro tiempo, la manifestación creativa más relevante, es la publicidad. Hasta ahora el cine había copado ese lugar, en detrimento de la literatura, el teatro o las artes plásticas, pero también el cine ha decaído en ese poderoso liderazgo. Muy posiblemente, los mayores esfuerzos para crear, para ficcionar, estilística y argumentalmente, se realizan en las empresas de publicidad, y es el éxito de sus creaciones como productos de consumo masivo lo que les coloca ante el implacable tribunal de los grupos de presión, de las asociaciones que defienden la dignidad de los más variopintos colectivos.
El retroceso en los niveles de consumo de la mayoría de las artes es evidente. En este país, cualquier campaña publicitaria que utilice la televisión llega a decenas de millones de personas, mientras que una novela que alcance los cien mil ejemplares se considera la revolución editorial del año. Perversa, secretamente, ello coloca a las artes tradicionales en una situación de impunidad. Los grupos de presión, las asociaciones que ejercen la policía moral en nuestra sociedad, dedican todos sus esfuerzos a la publicidad o, como mucho, al cine de éxito. Ello deja a los escritores o a los pintores en una posición de absoluta libertad creativa. Nadie se mete con ellos porque la probabilidad de ofender a cualquier colectivo pasaría por conseguir para su obra una repercusión que hoy día resulta casi impensable.
Mientras los grupos de presión analizan con furia fundamentalista la profunda filosofía de fondo que rige cualquier anuncio de cosméticos, lavadoras o automóviles, los escritores pueden concebir sin riesgo negros asesinos, mujeres fascistas, cojos violadores u homosexuales racistas. Si en la publicidad todo debe transcurrir por los imposibles caminos de lo correcto, en el arte transcurre la vida real, esa vida moralmente agrisada, con toda su confusión, con todas sus paradojas éticas, con todas sus contradicciones. No es poca ventaja la que esto supone para actividades tan poco rentables como escribir o pintar. Y la gabela de represión moral que deben pagar los publicistas quizás quede compensada por sus altísimos ingresos.
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