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La debilidad de la oposición

Francesc de Carreras

Las reacciones críticas al rápido proceso de designación de Mariano Rajoy como candidato del PP a la presidencia del Gobierno, por parte de la mayoría de sus adversarios políticos y de los comentaristas y tertulianos que les son afines, han puesto de relieve, una vez más, las graves insuficiencias de los partidos de la oposición, especialmente del partido socialista, tanto desde el punto de vista de la eficacia de su actividad opositora como desde el de la pedagogía que es necesario realizar de modo previo para ganar unas elecciones.

Estas críticas se han centrado básicamente en dos puntos: la falta de democracia en el procedimiento de designación y, aun reconociendo estilos distintos, el mero continuismo de Rajoy respecto de José María Aznar.

Ciertamente, el proceso de designación democrática de los dirigentes de los partidos políticos es un problema no resuelto en la democracia española. Los ensayos han sido variados y su resultado nunca ha sido excelente. La designación de Rajoy, a propuesta de Aznar, tras rápidas e imprecisas consultas a un escaso grupo de miembros relevantes del PP, no puede decirse que sea un modelo de democracia interna sino más bien de todo lo contrario. Ahora bien, la propuesta de Aznar ni es insensata, ni responde a un capricho personal, ni es inesperada, sino perfectamente predecible y aceptable.

Los méritos de Rajoy son conocidos: fue un elemento básico del PP cuando estaba en la oposición (fue secretario de organización en momentos complicados y el encargado de realizar el pacto autonómico con el PSOE); ha ocupado cinco carteras ministeriales en siete años de gobierno; era el vicepresidente primero desde el año 2000, y actualmente era además portavoz del Gobierno; por último, ha tenido que lidiar recientemente en el Parlamento con los escabrosos asuntos del Prestige y la guerra de Irak. Quizá algún otro podía optar al cargo con méritos equivalentes, pero no con mayores méritos. Aznar, simplemente, se ha limitado a proponer a un candidato natural sin tener que forzar su aceptación por parte del partido.

No pueden otros decir lo mismo. Pujol, para sacarse de encima a Miquel Roca, forzó su sustitución en la secretaría del partido, lo propuso como candidato a alcalde de Barcelona -el destino fatal que acaba con las aspiraciones de cualquier convergente- y le amargó la vida de tal modo que provocó su salida de la política activa, cuando era, sin duda alguna, su sucesor natural desde los inicios de Convergència. Felipe González, por su parte, dimitió sin previo aviso el primer día de un congreso que duraba un fin de semana para así controlar su sucesión, lo cual originó un proceso de confusión que -tras lo visto en las recientes autonómicas de Madrid- no parece haberse terminado. Sólo son dos ejemplos que deberían impedir a socialistas y convergentes criticar la designación de Rajoy, que por lo menos hasta el momento no parece haber suscitado tensiones entre los populares.

Por otra parte, los ciudadanos deberíamos considerarnos corresponsables en esta falta de democracia dentro de los partidos. El primer partido que optó por ensayar un proceso de transparencia interna fue el PSUC en el periodo 1978-1981, con unos resultados nefastos. En la misma época, lo mismo sucedió con el PCE. Por tanto, quizá el ciudadano medio prefiere las certezas de la homogeneidad -aunque sea falsa- que la apariencia de disensiones internas; quizá prefiere tener confianza en un líder que le aporte un mensaje claro -González, Pujol, Aznar- que una confusa lucha de tendencias dentro de un mismo partido. Ello ciertamente no es bueno para una democracia de verdad -es decir, aquella en la que el poder lo ejerza el pueblo-, pero por el momento la educación política de los españoles no da, tal vez, para más: desgraciadamente, quizá estamos sólo preparados para la "democracia de los modernos" que ya propugnara Benjamin Constant y todavía no lo estamos para la "democracia republicana", hoy tan de moda entre los teóricos de la izquierda.

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La segunda crítica de la oposición tiene un fundamento aún más débil: se admite el diferente estilo entre Aznar y Rajoy, pero se sostiene que, en cuestiones de fondo, nada cambiará porque su línea de pensamiento es la misma. No hay duda de que ambas cosas son ciertas. Ahora bien, formularlas como críticas es una pura banalidad que pone de manifiesto, además, la inconsistencia de la oposición a Aznar.

En efecto, las aparentemente durísimas críticas a Aznar de estos últimos años han sido, en general, de una superficialidad absoluta: desde llamarle "bigotín" o poner de relieve que es bajito -lo cual es obvio- hasta, sin la más mínima seriedad, insistir en que es un franquista o un fascista. Con estas críticas sólo se convence a los ya previamente convencidos y se muestra, simplemente, impotencia. Más hubiera valido que desde la izquierda se hubiera puesto de relieve, con la insistencia con que se han formulado las inconsistentes críticas anteriores, su conservadora política fiscal, la disminución del gasto social en los presupuestos o la ineficacia y el encarecimiento que han supuesto las privatizaciones de empresas de servicios antes controladas desde los poderes públicos. Estas hubieran sido críticas más convincentes, más de fondo, más serias, pedagógicamente más formativas de ciudadanos interesados en la cosa pública, más propias, en definitiva, de una democracia republicana.

Porque, en efecto, el austero estilo de Aznar es, probablemente para muchos, menos simpático que el del irónico y conciliador Rajoy, aunque en el fondo, ciertamente, sus políticas vayan en la misma dirección. Pero -y aquí es donde las críticas de la oposición muestran toda su banalidad-, ¿podría ser de otra manera cuando Rajoy ha llegado a ser vicepresidente primero y portavoz del Gobierno Aznar?

Criticar algo que conduce al absurdo no es más que echar piedras en el propio tejado y dar muestras de falta de alternativa: ahí es donde la oposición muestra todas sus flaquezas.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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