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LA SUCESIÓN DE AZNAR
Columna
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El experimento

Con la designación digital de Mariano Rajoy -ratificada ayer por la Junta Directiva Nacional del PP con una sola abstención- como candidato para las próximas elecciones, José María Aznar ha hecho honor a la palabra de no permanecer mas allá de ocho años de forma continuada en la presidencia del Gobierno, una promesa tomada a beneficio de inventario durante los últimos años no sólo por la oposición sino también por sus propios correligionarios. Los códigos secretos del oficio político, en general, y el recuerdo de los compromisos incumplidos por el PP durante las dos últimas legislaturas, en particular, alimentaban esos recelos y sospechas; un reciente libro de José María Maravall (El control de los políticos , Taurus, 2003) analiza detenidamente las excusas dadas habitualmente por los gobernantes -desde los cambios de las circunstancias hasta la coerción de los condicionamientos exteriores- para justificar su infidelidad a las promesas electorales.

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Aznar hubiese podido echar fácilmente mano de esa estrategia justificatoria para intentar prorrogar al menos durante otro cuatrienio su mandato presidencial: el grave desafío al ordenamiento constitucional del plan Ibarretxe y el serio deterioro de la situación en Irak habrían podido servirle de coartada ante sus votantes y de muro de contención frente a la previsible campaña de desprestigio lanzada desde la oposición por su renuncio. Las buenas perspectivas para el PP registradas en los últimos sondeos preelectorales y la desmoralización de los socialistas tras los comicios locales del 25-M y los episodios de transfuguismo en Madrid y Marbella hacían mas tentadora aun esa rectificación, que habría llevado aparejada como premio casi seguro la continuidad del inquilinato en el Palacio de la Moncloa. Por esa razón, la firmeza de Aznar exige una explicación política que intente ir mas allá del reconocimiento de su coherencia personal y de la búsqueda de motivaciones psicológicas (excelsas para sus amigos, o rastreras para sus adversarios) de verificación imposible.

En ese sentido, cualquier paralelismo entre la renuncia voluntaria del jefe de Gobierno de un régimen parlamentario (como sucede en España) a seguir compitiendo electoralmente para renovar su mandato y el obligado abandono del cargo impuesto constitucionalmente a los jefes del Estado en los sistemas presidencialistas (como ocurre en Estados Unidos y numerosos países latinoamericanos) una vez transcurrido el plazo temporal para desempeñarlo tiene escaso recorrido. Tal vez Aznar aspire a imponer como uso político, vinculante por la vía del ejemplo y la emulación, una práctica restrictiva de la permanencia temporal en el poder inaplicable mediante norma legal; al fin y al cabo, el plazo máximo de los dos periodos presidenciales nació en Estados Unidos como costumbre (por iniciativa de Washington, Jefferson y Madison) antes de ser incorporado a la Constitución en 1951 gracias a la Enmienda XII. Sin embargo, la negativa de Aznar a reformar los estatutos del PP con el fin de limitar el número de designaciones de un mismo aspirante a candidato a presidente del Gobierno circunscribe su iniciativa a un gesto personal de motivación incierta, desconectado de cualquier propósito generalista de renovación democrática.

En cualquier caso, los resultados de este audaz experimento político son difícilmente predecibles. La investidura sucesoria de Rajoy -un esforzado Poulidor del ciclismo político recompensado ahora con el maillot amarillo- obedece a la lógica de las segundas preferencias -the second best- de la plana mayor del PP: era el candidato mejor (es decir, menos conflictivo) para aquellos de sus rivales derrotados en la competición. Aznar seguramente ha concebido la operación sucesoria como una carrera de relevos conciliable con el mito del eterno retorno: el presidente del Gobierno se retira provisionalmente del escenario, pero deja escrito los actos siguientes del drama y no descarta regresar bajo los focos si la compañía se le desmanda. Pero el juego del poder -como la ruleta- siempre favorece a la banca, esto es, a quien ocupa la jefatura del Gobierno; la auctoritas de la que disfruta ahora Aznar no es fruto de su carisma personal sino de la potestas de su cargo: los reinados en la sombra de los antiguos presidentes suelen terminar como el rosario de la aurora.

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