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Columna
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Reivindicación del civismo

Coincidí con Mario Onaindia el 9 de diciembre de 2002 en el acto de presentación del segundo número de la revista El valor de la palabra/Hitzaren balioa, editada por la Fundación Fernando Buesa Blanco. Estuvimos conversando sobre las tesis defendidas en su libro La construcción de la nación española. Por lo visto, un amigo común le había comentado que yo no estaba de acuerdo con algunas de sus afirmaciones y quería hablar sobre ello. Así que hicimos un aparte y mantuvimos una interesante conversación interrumpida en numerosas ocasiones por personas que querían saludarle. En realidad, mi desacuerdo no tenía que ver con lo que Mario decía en su libro, sino con lo que no decía. Me permito utilizar estas líneas, además de para expresar mi dolor por su pérdida, para recordar el valor de uno de sus trabajos, que por su carácter eminentemente académico corre el riesgo de quedar orillado por sus otras aportaciones de carácter autobiográfico o más directamente políticas.

Tiene razón Onaindia cuando en el citado libro escribe: "La diferenciación entre nación política y nación cultural o concepción culturalista o política de nación está bien si los consideramos dos tipos ideales procedentes de Tönnies, pero como tales son 'patológicos', no hay nación política que no comparta una cultura que la cohesione ni existe tampoco un proyecto de nación cultural que carezca de una vertiente política, generalmente autoritaria o despótica". Sólo como tipos ideales cabe hablar de nación y de nacionalismo político (o cívico) y de nación y nacionalismo cultural (o étnico). No es que haya, por un lado, naciones esencialmente políticas que además se acompañan de elementos culturales, y por otro, naciones esencialmente culturales que luego se dotan de un proyecto político. Lo que hay son naciones culturales, étnicas, que pretenden mantenerse como tales, y naciones culturales que, con el tiempo, son capaces de evolucionar hacia fundamentos crecientemente políticos. A pesar de los esfuerzos teóricos por diferenciarlos, en la práctica hay más continuidad de la que se quiere reconocer entre el patriotismo y el nacionalismo, entre el nacionalismo cívico y el nacionalismo étnico, entre la inclusión constitucional y la exclusión etnonacional. El problema del nacionalismo vasco es que no sabe (¿pero quién lo sabe?) pensar la nación cívica sin pasar por la nación étnica. Y en este punto, la crítica ha de ser frontal y unánime. Sin embargo, hay un problema paralelo que apenas ningún crítico del nacionalismo vasco se anima a desvelar, pero que el trabajo de Onaindia advierte: el riesgo de que una nación cívica como quiere ser la España constitucional se vea anegada por los residuos de nacionalismo que siempre quedan en las bodegas de la patria.

Porque lo cierto es que no hay nada más alejado de una concepción política republicana que la forma de hacer política del PP. En particular, resulta especialmente repugnante la estrategia consciente de despolitización de la ciudadanía sobre la que pretende basar su hegemonía política. Esa utilización del terrorismo contra todos sus adversarios. Esa alegría irresponsable con la que celebran el hecho de que, en su opinión, la última encuesta del CIS indica que la sociedad española se ha olvidado ya del Prestige y de la guerra de Irak. Ese empeño constante en reducir todos los problemas a eslogans populacheros: Maragall quiere sentarse en el trono de Aragón; la internacional socialcomunista conspira insidiosa y se arrastra por las calles del país. Esa táctica de despachar cualquier crítica del PSOE con el argumento de la debilidad del liderazgo de Zapatero y la diversidad de visiones existentes en el socialismo español, al tiempo que se enaltece la figura del líder carismático e imperturbable, que no cuenta con nadie a la hora de tomar sus decisiones, que espera y recibe aquiescencia absoluta de un partido político donde la discrepancia y el matiz están totalmente fuera de lugar.

El hecho de que las mujeres y los hombres que lo representan en las instituciones vean su libertad recortada y su vida amenazada exigen nuestra solidaridad activa. Pero ni siquiera esa intolerable situación debería llevarnos a minusvalorar el retroceso que en los últimos años del Gobierno de Aznar está sufriendo la cultura cívica, fundamento imprescindible de una nación política democrática.

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