La elegancia del canto del peruano Juan Diego Flórez
Déjame que te cuente, caramba. Llegó Juan Diego Flórez... y la armó. El tenor peruano está en uno de esos momentos de dulce en que todo le sale bien. Todo lo que él elige, claro: las arias de Mozart o Gluck. Las belcantistas, las canciones populares peruanas. Sabe lo que le conviene y en su territorio se mueve con una suficiencia apabullante.
Pertenece Flórez a la cultura del agudo. Las notas estratosféricas las resuelve con una limpieza descarada. Pero no se queda solamente en la exhibición atlética. Flórez frasea con elegancia, cuida la dicción al límite, en el idioma que sea, y, por si fuera poco, tiene un color vocal hermoso, cálido, envolvente. Además, pisa el escenario con personalidad y cierta ironía. En un momento dado del recital de San Sebastián dijo que no iba a cantar una de las piezas anunciadas, dejando en el aire que podría ser Ah, mes amis, de La hija del regimiento, con su cascada pirotécnica. Retiró en seguida la alusión, pero a más de uno le había cambiado el color de la cara.
En casos como el de Flórez, se intenta siempre buscar de dónde viene su estilo de canto, cuáles son sus influencias. No hay una sola, desde luego. Está, por un lado, la línea peruana, con el excelente rossiniano Ernesto Palacio (ahora, su mentor: una decisión sabia). Y, quizá por la luminosidad, el mozartiano Luigi Alva. En la europea es inmediato pensar en Titto Schipa y, ya más cerca, en Alfredo Kraus. Lo que importa de Flórez, en cualquier caso, es él mismo. Su seguridad, su descarada osadía, su finura tímbrica, su musicalidad, su capacidad de fascinación.
Del recital donostiarra hay que destacar la fabulosa línea melódica que infundió a Gluck y Bellini, la precisión en Rossini o Donizetti y la emoción de las canciones andinas, desde Cuando la tórtola llora ¡caramba! a La flor de la canela: una maravilla.
Flórez dosifica el ritmo de sus actuaciones controlando hasta el detalle más nimio. No se desmelena nunca, ni siquiera en las propinas, por mucho que el teatro echase fuego anteayer después de Una furtiva lágrima o La donna è mobile, de Rigoletto. Era el momento entonces de enfrentarse a Tosti. Y de verdad, qué bien, qué bien su Tosti para cerrar un recital a medio camino entre la pirueta exhibicionista y la música oculta que late en lo inalcanzable.
Como pueden imaginar, el recital de Flórez en el Kursaal de San Sebastián fue una gran fiesta del canto. Hizo lo que le dio la gana, en el orden que quiso, pero todo con excelencia. Qué más da en estas circunstancias teorizar sobre la coherencia en la construcción del programa. Se le habría agradecido lo que sea, desde cantar La pira, de El trovador, hasta una nana limeña.
Flórez ya había actuado en la Quincena musical hace tres años como tenor del Stabat Mater, de Rossini. Todavía no estaba en la cumbre de los tenores. Pero ya saben que el festival donostiarra se caracteriza, entre otras cosas, por ir varios años por delante. El caso Flórez se une, así, a los de Thomas Quasthoff, Christian Zacharias, Fabio Biondi y otros muchos. En fin, son cosas que definen a la Quincena.
Acompañó dignamente al piano Vincenzo Scalera. Acudieron aficionados a la ópera de toda la geografía española. Nadie se sintió defraudado.
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