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Columna
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Villanos

Enrique Gil Calvo

El verano político que hoy concluye ha transcurrido salpicado de escándalos domésticos y foráneos. Fuera de aquí, la estrella ha sido David Kelly, el espía honorable que dispuso de su vida para honrar la palabra que dio por su país. Y entre nosotros las figuras han sido los villanos: tránsfugas sin complejos para malvender a sus partidos por un puñado de monedas de incierto curso legal, como ha sucedido en Madrid o Marbella.

Pero hablando de villanos, la gran estrella ha sido sin duda Aznar, empeñado como está en protagonizar la política española hasta el final de sus días como gobernante, envenenándola con declaraciones tan malignas como insidiosas y malévolas. Hoy abdica eligiendo por fin a Rajoy como delegado de su poder personal. Pero lo que no podrá transmitir al sucesor es la perversa imagen pública que se ha forjado como malo de solemnidad.

Sostenía Hitchtcock que la verdadera estrella de una película de suspense es el villano, personaje del que depende la veracidad dramática del relato. Pues bien, Aznar optó por hacer de su mandato una película de suspense, cuyo McGuffin era la carrera por la sucesión que hoy culmina en el podio final. Pero para que la historia pareciera creíble tenía que haber un villano. ¿Y quién mejor que el propio Aznar para encarnar este agradecido papel? Para hacer de malo, en un principio el presidente eligió como modelo al Charles Chaplin de El gran dictador. Pero como las risitas de hiena no se le daban demasiado bien, finalmente ha decidido imitar al James Mason de Con la muerte en los talones. Y hay que reconocer que ahora le sale mucho mejor. Sobre todo porque el bueno de la película, que es el líder de la oposición, todavía no acaba de parecerse a Cary Grant.

Y como segunda receta para mantener vivo el interés del relato, Hitchtcock añadía el contraste entre el suspense -el tiempo de espera y cuenta atrás- y la sorpresa: el gran shock inesperado. Pues bien, para llevar en todo momento la iniciativa política, asegurar el control del tiempo y extremar el interés informativo, Aznar siempre ha optado por romper las expectativas con sus golpes de efecto por sorpresa. Y así acaba de hacerlo ahora de nuevo, revelando antes de lo previsto al candidato más improbable de los dos anunciados. El anuncio se ha hecho en fin de semana por conducto oficioso cuando las redacciones de los periódicos estaban cerradas. Así se ha tapado informativamente la solemne celebración del pacto autonómico que firmaban los barones socialistas. Pero al margen de este efecto añadido, creo que ha primado todavía más el recurso a la sorpresa inesperada, para que ningún periodista de cámara -como aquél del balcón de Carabaña- pudiera apuntarse el tanto de la revelación. Todo con tal de sorprender al público anticipándose a sus especulaciones: la fórmula del maestro Hitch para atrapar al espectador.

Y para acabar de redondearlo, demostrando quién es el que manda como autor de la película que nos narra, Aznar ha elegido para el papel de winner no a Rato sino a Rajoy -el más inesperado de los dos-. ¿Por qué Rajoy, cuyo gran peligro es que se abra en el partido la lucha de facciones entre las cuadrillas acaudilladas por los perdedores? Ante todo, porque demostró mayores méritos que Rato en la carrera de obstáculos a la que Aznar les enfrentó como concurso sucesorio, cuya prueba de fuego representó el caso Prestige.

Además, porque es el mejor para el cargo, dado que por su carácter conciliador constituye la mejor antítesis del peor Aznar. Rajoy parece el único político de la derecha española capaz de enmendar los mayúsculos errores cometidos por el nefasto Aznar, que ha estropea-do todo lo que ha tocado: Euskadi, Marruecos, Europa, Irak, etcétera. Pero aún hay otra tercera razón para elegir a Rajoy, que es la de ser el candidato más débil, pues no es capaz de representar tan bien como Rato el papel de villano. Lo cual significa que aquí seguirá mandando el verdadero villano que lo ha nombrado.

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