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Por una 'pax' educativa

El manifiesto es un género crítico poco habitual en un país en el que, según el proverbio machadiano, de 10 cabezas, 9 embisten y una piensa. Mi admirado Joan Subirats, notable cabeza pensante, es uno de los 14 firmantes de un manifiesto en defensa de una enseñanza pública. En un artículo suyo titulado ¿Sin novedad en el frente educativo?, publicado en EL PAÍS el pasado 7 julio, Subirats aduce, con una ingenua pretensión de objetividad, una serie de argumentos que refuerzan el citado manifiesto, texto que debiera ser de obligada lectura. Su sustancia es ésta: la educación es un servicio público y universal, y la Administración debe garantizar su acceso a todos, en condiciones de igualdad y de calidad. La educación es un derecho del ciudadano y un deber de la Administración; y debe ser un servicio público, sustraído del ámbito mercantil, justo porque tiene que compensar desigualdades. La institución encargada de promover, registrar y legitimar esta aspiración de igualdad es la escuela. La educación carga sobre sus espaldas la responsabilidad de hacer iguales a los ciudadanos; y dado que no todos nacen y crecen en igualdad de condiciones socioculturales, se hace imprescindible que todos puedan acceder a un sistema educativo capaz de compensar tales desigualdades de origen: la escuela pública. Impecable, pero...

Pero el escenario conceptual en el que se representa el drama educativo es, en las democracias, un pulso entre la libertad y la igualdad. Un reto ideologizado y persistente porque el saber es también poder. Así que la noble igualdad precisa de gobiernos compactos que fomenten sistemas públicos de enseñanza fuertemente homogéneos, y la frágil libertad se resiente con la imposición de igualdad a través de la educación que deriva con facilidad en adoctrinamiento. Quizá convenga aquí recordar que la escuela es una institución clasista, y que su acceso se haya masificado y su obligatoriedad alargado para todos por igual no desmiente este clasismo estructural, sólo indica que sus mecanismos de subordinación simbólica han cambiado y que se han desplazado en el tiempo los criterios y las formas de selección.

La igualdad a través de la escolarización es una aspiración razonable si no se hace de ella una conspiración contra el sentido común; el igualitarismo es una manifestación invertida del elitismo, su versión populista por así decirlo. Y la exigencia de libertad acaba siendo la coartada de los ricos. Por eso, las políticas educativas conservadoras han privilegiado siempre el mérito individual como criterio de selección determinante y, por su parte, las políticas progresistas han hecho del criterio de la igualdad su estandarte ideológico. Ambas posiciones son paradójicamente complementarias. La una conduce al elitismo clasista y la otra al callejón sin salida del idealismo igualitarista. Ambas sucumben a la ley de la oferta y la demanda, hoy cada vez más presente en el mercado de los conocimientos. Plantear a la ciudadanía que la cuestión de la crisis de la enseñanza pasa exclusivamente por una irreductible oposición entre escuela pública y privada es, además de simplista, el mejor argumento para la estrategia derechista de ir abandonando la educación pública a una lenta erosión y de reducirla a una oferta irrelevante destinada mayoritariamente a "los sectores desfavorecidos", eufemismo de pobres y recién llegados.

Parece aconsejable, pues, replantear la cuestión en otros términos menos ideológicos y más claros para los ciudadanos. En la actualidad, a 25 años de una Constitución que estableció una estructura dual del sistema educativo, distribuida territorialmente de modo muy desigual, la enseñanza debería pactar un armisticio total. Un pacto social transparente con condiciones para todos sin excepciones: transparencia en la adjudicación y el buen uso del dinero público; criterios claros y taxativos para la admisión y matriculación; inspección rigurosa y participada; exigente control de calidad; formación y promoción adecuada de los docentes... De un pacto así depende el futuro de un sistema educativo unificado que debe afrontar retos radicales en el marco de sociedades democráticas. Lo que implica no sólo un consenso entre partidos políticos, sino con la comunidad educativa en su conjunto, incluidos los que Subirats tacha con poca fortuna de "sindicalistas y maestros típicos de toda concentración...".

Un acuerdo que asegure una pax educativa durable, con responsabilidades precisas y sin escatimar recursos económicos, puede abrirnos a la fundación de lo nuevo, obligarnos a un replanteamiento sereno y crítico de los objetivos de un sistema de enseñanza propio del siglo XXI, de sus principios pedagógicos y, también, de sus límites. Hay que pasar página y entrar ya en la construcción de sistemas formativos integrados. La agenda de temas es, desde esta perspectiva, infinita, y requiere imaginación y agilidad. Se trataría nada más y nada menos que de salvar la escuela como espacio público en el que se relacionan los ciudadanos, de conservarla como lugar privilegiado para el intercambio de subjetividades, para el saber, el aprendizaje de la palabra y la celebración de la diversidad. Una escuela así quizá fuera capaz de invertir la adversa proporción machadiana: que de 10 cabezas, 9 piensen y sólo una embista.

Hace años que los sistemas educativos está sumidos en una crisis profunda y compleja, que no es únicamente de recursos económicos o de modelo de gestión, aunque ambos sean sin duda aspectos de gran importancia. Debiera dar que pensar el hecho de que la única novedad actual en el Frente educativo, por usar la misma expresión castrense del artículo de Subirats, sea que todo parece ir a peor. Bienvenidos los manifiestos por la escuela pública. Pero que sus justas reivindicaciones no hagan olvidar que, además del histórico contencioso entre enseñanza pública y privada, hay un cúmulo de cuestiones pedagógicas, teóricas y organizativas, por replantear y por repensar sin maniqueísmo, autocríticamente. Y hay poco tiempo para hacerlo, pues el mercado ya está en ello, calladamente, por su cuenta y sin riesgo.

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Fabricio Caivano es periodista

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