López Cobos dirige la 'operación retorno'
La Quincena Musical ha reunido en la 'Missa solemnis' de Beethoven a los triunfadores españoles del verano.
La Sinfónica de Galicia venía de Pésaro; el Orfeón Donostiarra, de Lucerna. Ambos con la caricia del éxito excitándolos. Jesús López Cobos había dirigido con maestría en la villa natal de Rossini El conde Ori. La cita del retorno a la patria, en San Sebastián, era para muchos el momento cumbre de la Quincena. Se había organizado incluso, para después del concierto, una cena de la factoría Berasategui a partir de productos y vinos gallegos, a la que asistió como comensal el sumo sacerdote Juan Mari Arzak.
El ambiente era, ya lo ven, excitante. Y Beethoven, una prueba de fuego para los intérpretes españoles más dintinguidos. Una prueba de fuego endemoniada, por otra parte, por las características de la propia obra: pretenciosa, irregular, inalcanzable, sublime. La Sinfónica de Galicia se acercaba a ella por primera vez, el Orfeón Donostiarra la tenía en la despensa desde 1984, allá en el viejo Teatro Real, con López Cobos, una vez más, al frente.
En San Sebastián no la interpretaban desde 1948. En estas condiciones, López Cobos tenía que ser, evidentemente, el centro, y, en gran medida, lo fue. Sin correr excesivos riesgos, por otra parte, lo que dice mucho en su favor. Con una lectura ordenada y milimétricamente rigurosa, aunque en algunos momentos sin el nervio o la chispa para que la tensión no decayese. Fue una versión pulcra, en suma, serena, poco seductora, pero de gran oficio.
Las miradas prioritarias estaban, en cualquier caso, en el Orfeón Donostiarra. Hay que agradecerle, de entrada, que se enfrentase a una obra tan dura. No es el milagroso oro guipuzcoano, tal vez por sus propios condicionamientos organizativos, proclive a salirse del sota, caballo y rey, en cuanto a selección de repertorio. El Orfeón Donostiarra se ha instalado en la excelencia con un puñado limitado de obras, y con ellas resiste contra viento y marea en el pedestal. Se ha instalado en la excelencia, y también en el triunfalismo de la complacencia. Una prueba: su curioso boletín. Lidiar con la Missa solemnis es, ya de por sí, un mérito. Salieron airosos, con un notable altísimo, sí, o quizá sobresaliente: un éxito, desde luego, pero sin esa magia de la fascinación que durante tantos años nos ha embelesado de sus interpretaciones. Esto, para que no quepan dudas, tal como está el patio, es un elogio, sin necesidad de recurrir al incensario.
A la Orquesta Sinfónica de Galicia le pesó el verano. Su realización fue hermosa, pero nada apasionante. El concertino Massimo Spadano estuvo brillante en el solo de violín. En líneas generales, la orquesta mantuvo un equilibrio general.
El cuarteto vocal (la soprano Ingrid Kaiserfeld, la mezzosoprano Lioba Braun, el tenor Juan Cabero, el bajo Giacomo Prestia) estuvo atinado. Mérito especial tuvo el tenor Juan Cabero, incorporado unas horas antes al elenco vocal por indisposición del tenor inicialmente programado.
El éxito fue grande. El concierto fue bueno, muy bueno incluso, pero, dados los miembros puestos en juego, manifiestamente mejorable.
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