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Columna
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Crónica marciana

Se entiende más fácilmente multiplicando. Por tres, la distancia temporal que nos separa de las pinturas rupestres de Altamira. Por seis, la que nos conecta con la fundación de las primeras ciudades -Jericó, Jarmo, Ugarit- en los mismos lugares donde ahora, en nombre de la "civilización", se destruyen ciudades a bombazos. Por quince, el trecho desde que los sumerios inventaron la escritura. Por treinta, los años transcurridos desde que Tsai-Lu obtuvo, de la legendaria mezcla de trapos y redes de pesca, el papel. Por ciento cincuenta, lo que ha llovido desde la primera edición del Quijote.

Hacía todo ese tiempo que Marte no estaba tan cerca de la Tierra -¿qué son 55 millones y pico de kilómetros cuando los ojos humanos alcanzan a ver?- y de repente ha sucedido, sin que tengamos ninguno de nosotros ni ninguno de los que vayan a tener memoria de nosotros, la menor posibilidad de volver a presenciar algo semejante. Abruman las distancias y los pronósticos, pero la verdad es que, vistos desde la Tierra, los planetas no impresionan tanto. Parecen monedas. Marte, sin ir más lejos, hace pensar en una ficha colorada para un juego galáctico.

La imagen de la moneda -que para muchos "ahorradores" de la NASA seguro que no es una metáfora, sino un propósito literal de conquista contante y sonante del espacio- me lleva rodando hasta Nómadas y bibliófilos, la muy recomendable exposición sobre el concepto y la estética de los libros de artista que acabo de ver en el Koldo Mitxelena de San Sebastián. La conexión la permite uno de los objetos expuestos: la chapita que Lawrence Weiner colocó en una frontera internacional y mantuvo allí durante un tiempo, primero sobre una de sus caras y luego sobre la otra, para "introducir parte de un país en el otro". En esa pequeña pieza expuesta cabe entera la idea infinita del mestizaje; el estímulo de la mezcla y su enseñanza.

La frontera entre Marte y la Tierra no ha sido nunca, en el tiempo consciente de la humanidad, tan estrecha como esta semana. Esa vecindad incita, casi empuja, a hacer con los planetas lo que la ambición creativa de Lawrence Weiner hace con los países, mezclarlos también, introducir uno en el otro; la realidad del planeta rojo, desértico y sin aire, en la del nuestro, supuestamente azul, respirable, habitable. Y comparar.

Y lo que resulta de la comparación es una enseñanza-advertencia rotunda: Marte cercano significa Marte semejante. Nunca se habían aproximado tanto los dos planetas, porque nunca -a escala humana 600 siglos representan la totalidad- se habían parecido tanto. El planeta rojo revelará cualquier día su naturaleza azul, vivible; es decir, su condición de tierra en potencia, en presagio; de escenario para un auténtico comienzo inteligente. De nuevo, Altamira, Ugarit, Jarmo, Jericó. El arte, los descubrimientos, los valores, las palabras.

"A nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquier mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con se que comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del tiempo". Ésa es la crónica de la primera tierra que Don Quijote les hace a los cabreros. Pero es una descripción sin futuro terrestre, sin vuelta de hoja.

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Hoy la tierra se desertiza y se envenena. Enrojece, se torna inhóspita, intratable, como en una anticuada crónica marciana. Hoy avanza codiciosa, cruel, desquiciadamente hacia su epílogo. ¿Imparable?

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