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Imperio y democracia

Existen dos formas antitéticas de disculpar la injerencia del régimen de Bush en los asuntos de otros países. Una es ideológica. En Estados Unidos, se dice, no queremos nada para nosotros, ni territorio ni materias primas, ni riquezas ni dominación. Utilizamos la coacción económica y militar de forma desinteresada para defender la libertad de toda la humanidad. La otra disculpa alega que es realista. Estados Unidos, ejemplar supremo de civilización, está especialmente amenazado. La defensa propia da legitimidad a nuestro uso de la violencia. Se mezclan, no por primera vez, una moralidad desmesurada y una astucia brutal. La lista de grandes libros que nuestro presidente no ha llegado a abrir es larga, pero no cabe duda de que quienes le escriben los discursos sí han leído el retrato que hace Dostoievski del Gran Inquisidor. La contradicción moral produce un arte exquisito. En la vida real engendra oscuridad. El inspirador de los ideólogos de Bush, Leo Strauss, ocultaba un autoritarismo desesperado. El engaño destruye la claridad en el debate público. Es más, puede llegar a destruir la vida pública...

Si la primera víctima de la guerra es la verdad, la primera víctima de los preparativos para una guerra interminable es la posibilidad de profundizar, e incluso mantener, la democracia. La élite imperial explota los sentimientos más chovinistas de los ciudadanos angustiados para legitimarse como guardián de los intereses nacionales. Los hijos e hijas de la clase trabajadora sirven en las fuerzas armadas, mientras que es difícil encontrar en ellas a las familias más selectas. Por eso, los catedráticos y propagandistas son mucho más belicosos que nuestros generales. Cuando la incompetencia de la clase dirigente en la guerra de Vietnam quedó al descubierto ante unos ciudadanos indignados, sufrimos una crisis nacional. En los últimos tiempos hay escasas menciones de la desigualdad sistemática a la hora de compartir estas cargas. Se incita a la opinión pública a que rechace a los que critican al imperio, a los que se califica práctica o auténticamente de traidores. Se niegan las privaciones de quienes carecen de fama y fortuna y su humillación permanente, y su indignación se desvía hacia otros objetivos. Los "perdedores" (un término de absoluto desprecio en Estados Unidos), marginados por sus superiores, tienen un consuelo: el de pertenecer a "la nación más grande de la Tierra".

Una movilización de este tipo necesita cada vez más energías. Quienes están en el poder no pueden tolerar matices ni reconocer errores. Como un paciente de psicoanálisis que se resiste tercamente a aceptar la realidad, las clases dirigentes y los Gobiernos, ante las críticas, refuerzan sus defensas o inventan nuevas distracciones. El historiador Robert Dallek acaba de publicar un libro excelente sobre John Kennedy que muestra su lucha contra el aparato imperial estadounidense para evitar la guerra nuclear. Pero el mito de Kennedy ignora ese aspecto, en el que reside su verdadera grandeza. Es difícil que el país aprenda de su historia si elimina los conflictos de su memoria.

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La negación sistemática de las libertades fundamentales que supone la Ley de Patriotismo, aprobada por el Congreso con un apresuramiento cobarde tras los atentados del 11 de septiembre, no es nueva. Desde los comienzos de la república, la jurisprudencia ha eximido al imperio de las limitaciones constitucionales. Las amenazas externas se han convertido en amenazas internas, con el argumento de los riesgos intrínsecos de las libertades que el Gobierno tiene que restringir para protegerlas. La situación recuerda el testimonio más infame de la guerra de Vietnam: "Tuvimos que destruir la aldea para salvarla".

En el extranjero, muchas veces, nuestros dirigentes se han dejado de disimulos. En Guatemala, Irán, Indonesia, Brasil y Chile, el apoyo a verdugos y torturadores, juntas y dictadores -cuanto más asesinos y corruptos, más obedientes e indispensables- ha sido desvergonzado. En mayo, Wolfowitz criticó al Ejército turco por no ejercer más presión sobre un Gobierno democrático. Se entiende la alianza de nuestros gobernantes con Franco y Salazar en un pasado no demasiado remoto.

A las democracias se las ha tratado de otra forma, aunque las subvenciones de la CIA a intelectuales, burócratas, propagandistas y políticos en "el mundo libre" ascienden a miles de millones de dólares. Cuando los Gobiernos democráticos adoptan políticas que no son del agrado de la clase dirigente estadounidense, no se les tacha de ser miembros de un gran eje del mal. Se les acusa de no valorar nuestra generosidad intrínseca y malinterpretar sus propios intereses. Entonces, la generosidad exige que intervengamos en su política, para apoyar a los verdaderos amigos de la libertad, a los que se identifica, sencillamente, como partidarios incondicionales de Estados Unidos.

La extensa producción nacional de autocomplacencia se completa con los elogios que fabrican nuestros amigos extranjeros. Son una especie de nueva brigada internacional cuyos estandartes exhiben una libertad sin contenido. La generación actual de ideólogos de la libertad causaría consternación a otros admiradores que sí criticaban a Estados Unidos, como el difunto Raymond Aron, y no se siente lastrada por conocimientos de historia. Son lo que John Gray denomina "intelectuales de sobremesa", que encuentran en cada situación motivos para reiterar unas convicciones ya establecidas. La desigualdad cultural y económica, la pena de muerte, la población carcelaria y la mercantilización de la existencia son, para ellos, facetas inexistentes o irrelevantes de la vida estadounidense. Lo que importa es una lucha maniquea, antes contra el comunismo y ahora contra el "terrorismo". Lo que importa, todavía más, es Estados Unidos como una sociedad de sobremesa idealizada.

Tan importantes como los ideólogos son los burócratas y tecnócratas cuyas carreras exigen una estrecha relación con Estados Unidos. Tanto si son expertos (fraudulentos) que visitan Washington durante tres días y después, asombrosamente, aseguran saber lo que piensan "los estadounidenses", o burócratas que sólo trabajan con sus homólogos en Estados Unidos, el caso es que constituyen una quinta columna política, además de la ideológica. Los ideólogos declaran que la oposición de la UE a Estados Unidos es inmoral, y los expertos la consideran completamente impensable. Lo que les une es la escasa o nula tolerancia hacia los que se oponen al poder establecido. Cuando figuras importantes como Fischer y Solana dicen que Europa sólo se puede construir con Estados Unidos, y no en su contra, dan la impresión de estar huyendo de una batalla inevitable.

Más influyentes aún son los siervos del capital. Los centros de investigación económica que propagan la teología del mercado constituyen su versión de la iglesia universal. La agresión actual contra los sistemas de seguridad social de Europa occidental se recomendó en un informe del Banco Mundial que defendía la privatización. La lógica impersonal de los mercados crea un internacionalismo amoral. La aparente omnipresencia del influjo del modelo estadounidense es obra de una nueva clase de compradores

[los ciudadanos de un país que defienden intereses comerciales de otro], instalada en bancos y empresas (y órganos de opinión) de todo el mundo. Es cierto que, a veces, critica a Estados Unidos; los economistas ortodoxos dicen ahora que Greenspan está aquejado de sentimentalismo social y una aversión inexplicable a las consecuencias sociales, absolutamente positivas, del desempleo masivo. Por supuesto, prefieren no hablar sobre los profundos costes morales y sociales que tiene el capitalismo norteamericano.

La ideología y el dinero son instrumentos para controlar la política. Estados Unidos resulta muy atractivo en Europa del Este, donde los antiguos comunistas están acostumbrados a la presencia de un poder central que exigía la obediencia y reprimía la disidencia pública. Ahora bien, ¿cómo explicar la sumisión de los europeos occidentales que se dicen conservadores y afirman respetar la tradición en la cultura y la obligación mutua en la sociedad? ¿Qué afinidad une a Blair con la avaricia descarada y la hipocresía cultural de los republicanos? Tal vez los británicos, con nostalgia de su poder imperial, se engañan y tienen una fe ridícula en que Estados Unidos respeta la experiencia del viejo mundo. El caso de Berlusconi, con toda su patología, es sencillo: un advenedizo inseguro que está encantado de que le reciban en la Casa Blanca. Sus antecesores políticos en la derecha italiana recurrieron a la ayuda de Estados Unidos para hacerse con el Estado italiano en 1948 y ser prácticamente sus dueños durante medio siglo. En Europa, los partidos que pretenden representar los valores cristianos se alinean con el fundamentalismo moral estadounidense a pesar de los numerosos recelos del catolicismo y el protestantismo europeos. (En Estados Unidos, los obispos católicos y los dirigentes protestantes critican abiertamente nuestra arrogancia imperial). Las penosas actuaciones de Aznar y Merkel, que repiten todas las estupideces que suelta Bush, no hacen más que sugerir que la sumisión al imperio estadounidense es incompatible con el auténtico conservadurismo.

¿Es compatible con la democracia? Quienes forman el partido estadounidense en Europa, incapaces de convencer a sus ciudadanos de que a Europa le interesa renunciar a su autonomía, se han vuelto cada vez más autoritarios. Aznar se niega al debate (¿quién envió a los provocadores a las grandes manifestaciones de Madrid?). Blair ataca a la BBC y falsifica expedientes oficiales. Berlusconi difama a la mitad de Italia (y a toda Europa). Todo esto recuerda de forma especial a los métodos que usaban los clientes de Estados Unidos en Latinoamérica y el sur de Europa. Mientras tanto, los estadounidenses que aún creemos en nuestra Constitución nos preguntamos si los implacables imperialistas que ocupan hoy el poder serán capaces de dejarlo en caso de sufrir una derrota electoral. El escándalo del año 2000 en Florida pudo ser un adelanto de cosas peores por venir. La oleada actual de oposición política en Estados Unidos, el hecho de que los demócratas estén redescubriendo sus principios, el evidente malestar de algunos conservadores genuinos entre los republicanos, son prueba de que nuestra democracia sigue viva. ¿Tendrán los europeos la dignidad y el realismo necesarios para reconocer que los adversarios del imperio en Estados Unidos son los auténticos aliados de la democracia europea?

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