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Columna
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San Antonio de la Risa

Fernando León de Aranoa ha dirigido 'Familia', 'Barrio' y 'Los lunes al sol', ganadora de los premios Goya y Concha de Oro del Festival de San Sebastián a la mejor película en 2002

Jonás murió del color de las sábanas, tendido en su cama, delgado como una tiza, entre las risas de su esposa y de sus hijos. Antes de cerrar los ojos para siempre dijo que era la primera vez que se moría y que no pensaba repetir la experiencia. El comentario, no se sabe bien por qué, hizo gracia a los suyos. También a Cuesta, el doctor, que se volvió hacia su maletín como si buscara algo en él, para disimular la risa.

La risa en San Antonio era muy habitual. Sus habitantes eran conocidos en la nación entera por gozar de un enorme sentido del humor. En sus calles se escuchaban los mejores chistes, las anécdotas más divertidas; los niños eran ocurrentes, los ancianos ingeniosos, todo el mundo tenía gracia en San Antonio. Los agentes artísticos, que lo sabían, viajaban cada cierto tiempo hasta allí para buscar comediantes, futuros talentos. Pronto los teatros y los cabarets de todo el país se llenaron de vecinos de la localidad, que a cambio de sueldos, en general escasos, repartían por otras regiones el don natural de su tierra: la risa. De esta manera la comunidad exportaba sus excedentes como en otros lugares se hacía con el vino, el algodón o la caña.

¿Podríamos deducir de todo esto que los habitantes de San Antonio eran felices? Sin duda ninguna. Todos menos uno, el joven Samuel
Samuel regresó años más tarde con su mujer y tres niños severos, escuetos y melancólicos, tres niños fúnebres, con gesto de notario
En San Antonio se reía en los bares y en las plazas, en el mercado, en la iglesia, en las bodas y en los bautizos; en San Antonio se reía hasta en los funerales

En San Antonio se reía en los bares y en las plazas, en el mercado, en la iglesia, en las bodas y en los bautizos; en San Antonio se reía hasta en los funerales. En su único cine sólo se proyectaban comedias, sólo una vez se programó un drama y resultó un fracaso: todos rieron. Los niños al nacer, en lugar de llorar, reían. Y lo que de verdad se apreciaba en una mujer no era la belleza de su rostro ni la tierna musicalidad de sus caderas al caminar en verano, sino su risa.

Pero el orgullo de la comunidad, lo que hacía a los de San Antonio sentirse especiales, caminar levemente erguidos, como saludando al cielo, era la enorme talla de madera que presidía el altar de la pequeña iglesia local: un gran Cristo crucificado y sonriente. Recogía la poco conocida historia de San Antonio de la Buena Risa, honrado comerciante de telas que hizo reír a Jesucristo en la cruz. Tropezó con la toga de un soldado y se dio con la cabeza contra la base de la cruz, concediendo la bendición de la risa al Hijo de Dios en el momento de máximo dolor.

Así lo contaba con alcohólica convicción don Manuel Varela, el héroe local. Hecho prisionero por las tropas enemigas en una guerra ya olvidada, su primera noche de cautividad contó algo al oído de uno de los soldados que custodiaban su encierro. Lo que don Manuel le dijo a aquel hombre no se sabe bien qué era, pero resultó tan gracioso que no pudo parar de reír. Se lo contó a sus compañeros de guardia, que rieron también, contagiados. El chisme se extendió por todo el campamento. Exhaustos de tanto reír, incapaces ya de sostenerse en pie, los invasores fueron derrotados en cuestión de horas por el pequeño ejército local. Don Manuel Varela fue puesto en libertad y condecorado entre las carcajadas de sus compañeros. Hoy disfruta de una pequeña pensión y pasa las horas sentado en una silla, ante la puerta de su casa, en la calle principal de San Antonio. Cuando los visitantes le preguntan qué fue aquello tan gracioso que le dijo a sus captores, don Manuel se inclina al oído del curioso y se lo cuenta. Las carcajadas suelen prolongarse hasta bien pasada la media noche.

¿Podríamos deducir de todo esto que los habitantes de San Antonio eran felices? Sin duda ninguna. Todos menos uno, el joven Samuel.

Samuel no tenía ninguna gracia. Nació sin sentido del humor, nunca se le vio reír, ni tan siquiera sonreír levemente. El doctor Cuesta examinó la musculatura de su rostro, sus reflejos, le contó un par de excelentes anécdotas que hasta la fecha se habían mostrado infalibles y que, sin embargo, no causaron efecto alguno sobre el pequeño Samuel, que se limitó a observar al doctor con una informulable mezcla de aburrimiento y desprecio en la mirada.

Sus padres, preocupados, pensaron que se le pasaría con el tiempo, pero no fue así. Avergonzados, le ocultaban de las miradas de los otros. No querían que sus convecinos supieran de la melancolía que día a día desafinaba su infancia, vaciándola de gritos y recreos. Le vieron crecer cabizbajo y circunspecto, sin el menor atisbo de gracia.

Era el pequeño Samuel propietario de una tristeza expansiva, mundial, que cargaba cada día en su tierna cartera de colegial. Encorvado como una pregunta, competía Samuel en melancolía con las ramas de los árboles. Nunca se le vio reír en público. Ni siquiera cuando al cumplir los trece años su padre resbaló y fue a caer sobre la tarta de nata que llevaba entre las manos. Tampoco luego, cuando el fuego de las velas se extendió por la alfombra y el domicilio familiar ardió por los cuatro costados, suceso éste que provocó gran hilaridad en San Antonio. Samuel, sin embargo, vivió estos acontecimientos con ajena indiferencia.

Su adolescencia se convirtió en un descampado que cruzaba cada día con atroz desgana. No entendía las bromas de sus convecinos, no le divertían sus chistes. Hasta don Manuel Varela, el héroe local, le contó al oído su secreto, el que había hecho caer derrotado a un ejército entero de tanto reírse. Pero Samuel no le encontró la gracia. Derrotado, don Manuel guardó su silla en su casa. Nunca se le volvió a ver allí sentado, ni volvió a contarle a nadie lo que le dijo aquella vez a aquel soldado.

Su madre, mientras tanto, rezaba cada día al Cristo de la Buena Risa, pidiéndole que concediera a su hijo el don que la naturaleza le había negado. Y el Hijo de Dios, sonriente, magnánimo, decidió hacer algo por él.

Por aquellos días llegó a San Antonio una familia de emigrantes procedente de la ciudad. Apenas instalaron su roulotte en las afueras de la comunidad, Alina, la hija adolescente, una joven de belleza subterránea y oscura, se sentó con melancolía en una piedra y allí permaneció durante horas, en absoluto silencio. Samuel supo al verla que había encontrado en ella a la mujer de su vida, el espejo en el que su tristeza se miraría cada mañana.

Su amor floreció como florecen las flores en los cementerios. Nunca en el transcurso de sus largos paseos por los alrededores de San Antonio se escuchó una broma, una risa cómplice entre ellos. Caminaban durante horas sin dirigirse la palabra, sin mirarse siquiera a los ojos, aburriéndose los dos con maravillosa intensidad.

Juntos huyeron de San Antonio, una noche más oscura que las otras, buscando un lugar mejor en el que vivir, un lugar sin parques ni columpios, sin fiestas patronales, trenzado de solemnes avenidas y edificios negros como corbatas de luto.

La tristeza llegó a las calles de San Antonio como una quinta estación, con el ímpetu del que acude a una cita largo tiempo deseada. Se instaló como el silencio, desacostumbrada y frondosa, y creció a la sombra de Samuel y su memoria. Hasta Jesucristo, en su cruz, dejó de sonreír por un instante, aunque hay quien afirma que fue sólo la sombra de un pájaro que hizo su nido en las traviesas que sujetan la techumbre de la iglesia. El pájaro de la tristeza, pensó don Manuel Varela, el héroe local, pero no se lo dijo a nadie porque hacía ya muchos años que no sacaba su silla a la calle para hablar con los visitantes. Después nacieron generaciones de niños tristes y sin sentido del humor. San Antonio nunca lo fue más de la Risa, ahora figura en los mapas como San Antonio a secas.

Samuel regresó años más tarde con su mujer y tres niños severos, escuetos y melancólicos, tres niños fúnebres, con gesto de notario. Sus padres habían muerto de pena, como tantos otros en San Antonio.

Sentado en el solar de su casa familiar, Samuel miró a su alrededor los escombros de lo que una vez fue su vida. Entonces, para su propia sorpresa, se dibujó en su gesto una mueca extraña, casi un rictus, y empezó a expulsar aire, primero por la nariz, luego por la boca, con una risa torpe, desarticulada, primitiva, una risa sin evolucionar aún, que poco a poco, y ante la mirada extrañada de su mujer, se convirtió en un ataque de tos circunstancial, pasajero.

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