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Reportaje:ESCENARIOS URBANOS

Los ombús del Marítimo

"En conjunto, el Distrito del Marítimo tiene su personalidad: menos en lo material de su fisonomía que en el gesto y en la labia de su vecindario". Son palabras de Joan Fuster, en su excelente libro dedicado al País Valenciano. Y es bien cierto: el Marítimo -el Grau, Cabanyal y Canyamelar- es para muchos de los habitantes de Valencia un territorio inexplorado, un mundo aparte. Y viceversa: muchos de los pobladores de estos barrios aún siguen diciendo "Me voy a Valencia", cuando van al centro de la ciudad. Alexandre Laborde, en su intenso Itinerario descriptivo de las provincias de España, explica que en esta zona marítima se alzaban chozas o barracas de pescadores "cuyas simples habitaciones nos recuerdan la vida sencilla de nuestros primeros padres". A finales del siglo XIX, un fabricante de perfumes francés adquirió un terreno, y le puso el nombre de La Malvarrosa, una de las plantas aromáticas que mayores ganancias le había reportado. Este fue el inicio, en muchos aspectos, del despertar de los barrios de pescadores de Valencia, que se consolidó con la construcción del Balneario de las Arenas.

"Valencia nunca ha sido una ciudad marinera, como pueda serlo Barcelona o Alicante"
"Este árbol tan singular nos podría hablar largamente de los infortunios humanos"

Digo todo esto porque existe una épica de aquel tranvía que unía Valencia con los barrios marítimos (el fantástico Tranvía a La Malvarrosa de Manuel Vicent), aquel tren algo simoniano que conectaba aquellos dos mundos tan cercanos, pero tan diferentes y enconados, dándose la espalda. Los grauers cara al mar, y los valencianos, evidentemente, cara a Madrid. Valencia nunca ha sido una ciudad marinera, como pueda serlo Barcelona o Alicante: quizá por algún tipo de atavismo a los peligros que vienen del mar o quizá porque la gente del Cabanyal siempre ha visto con poca simpatía a los señoritos (a los pixavins) de la capital. Tan sólo ahora, las ansias especuladoras de nuestro ayuntamiento han fijado su atención en aquellos barrios desde siempre autónomos y singulares: la proyectada prolongación de la avenida de Blasco Ibáñez partiría en dos la zona marítima y asolaría muchas de las casas de pescadores, de tipo modernista naïf.

En cualquier caso, es cierto que la gente del Cabanyal -como diría Joan Fuster- es dicharachera, colorinesca y gesticulante. En el paseo de J.J. Dómine, frente a las Atarazanas, y mirando al mar, se encuentra una bella alineación de ombús, un árbol que se aviene perfectamente con ese carácter parlanchín de los vecinos del marítimo. El ombú -también llamado árbol de la Bella Sombra- fue introducido desde América por los indianos, y por su resistencia a la salinidad y a la falta de agua está bien aclimatado a las proximidades del mar. Manuel Vázquez Montalbán explica que en la Plaça Prim de Barcelona, repleta de lofts de artistas, crece un ombú gigante que se trajo algún "tío de América". En el puerto de Mahón, también recuerdo dos de estos árboles, de tamaño monumental. Y es que los ombús (que en guaraní significa precisamente "sombra"), por su rápido crecimiento y por las aparatosas circunvoluciones de sus raíces, son gigantes arbóreos, algo mastodónticos y paquidérmicos. Sus retorcidas y gruesas raíces conforman bancos naturales, y según cuentan, los viejos pescadores y estibadores de los muelles acostumbraban a sentarse en ellas y a dar rienda suelta a la tertulia, mientras vigilaban la actividad del puerto.

Ahora estos asientos son ocupados por subsaharianas, y por algún chulo que vigila el correcto desarrollo del negocio. El viejo paseo de ombús se llena cada noche de emigrantes. En cierto modo, este árbol tan singular -los jardineros dicen que ningún ombú se parece a otro- nos podría hablar largamente de los infortunios humanos. De la lucha por la vida de "nuestros primeros padres", pero también de todas estas desgraciadas que cada día han de lidiar con la fauna noctámbula portuaria. Su sombra es fresca y agradable, pero su porte, con sus hojas lánguidas y sus ramas colgantes, transmite una constante tristeza. La nostalgia incurable de algún "tío de América".

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