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Columna
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Valores constitucionales

El reciente asesinato de Sonia Carabantes ha convertido a la pequeña población de Coín en un lugar irrespirable. Las murmuraciones entre los vecinos causan daños morales a personas concretas. La policía cumple su papel interrogando una y otra vez a amigos y conocidos de la chica, pero ello alimenta al mismo tiempo entre la población sospechas, infundios y prejuicios. Parece que hay dos jóvenes que están padeciendo una presión social insoportable y que ha llevado a uno de ellos a presentar una queja ante la Guardia Civil. Los medios de comunicación tampoco están destacando por su limpieza informativa. Interrogado recientemente acerca de los dos sospechosos, un vecino de Coín no dudaba en sentenciar ante las cámaras: "¿Sabe lo que le digo?, que cuando el río suena es que agua baja".

El ciudadano en cuestión invertía la carga de la prueba con frivolidad pasmosa; subrayaba, y a través de un medio tan potente como la televisión, la presunción de culpabilidad sobre personas concretas; se pasaba por el córtex del cerebro uno de los fundamentos de la Constitución de 1978: la presunción de inocencia.

No se puede pedir una mínima cultura constitucional al ciudadano medio (¿o sí?, ¿para qué debería si no servir la escuela?) por más que el principio que omitía resulte capital en cualquier régimen democrático, pero la vulgaridad de su opinión sí resulta contradictoria con una idea que durante los últimos años se extiende con furor: la de que, en el Estado español, el 100% de la población es de un constitucionalismo acrisolado, mientras que en el País Vasco, por el contrario, más de la mitad de la ciudadanía es una completa analfabeta en relación con los principios que guían una democracia.

La constitución, en cualquier país democrático, no es un texto sacrosanto, mítico, como la jefatura del Estado o la bandera; la constitución es, sobre todo, un sistema de valores, un abanico de principios que, sea cual sea su redacción formal, está sustancialmente reconocido del mismo modo en Bélgica o Nueva Zelanda, en Suecia o Costa Rica. Ése es el verdadero sentido del constitucionalismo y eso es lo que une a los demócratas de todo el mundo. Frente a ello, la declaración de que la letra de una constitución es algo sagrado choca de modo tan frontal con el sentido de la democracia y con el propio concepto constitucional que ni siquiera merece la pena extenderse en la cuestión, ya que hacerlo no entraría en el terreno del debate, sino en el de la docencia. Lo curioso es que, en este país de sensibilidad constitucional exacerbada, nadie da demasiada importancia a esos principios, por más que sea en ellos donde reside el espíritu del constitucionalismo, los fundamentos de fondo que explican y justifican el movimiento constitucional desde hace más dos siglos.

Esas turbas de vecinos y vecinas que persiguen a ciudadanos detenidos y amagan linchamientos, esas bandas que ensayaron una Noche de los Cristales nazi en El Ejido, esos tipos que se apresuran a condenar a sus paisanos antes de juicio, representan una ausencia completa de principios constitucionales, la evidencia de una falta total de penetración cultural de los valores democráticos. Lo que da valor a una constitución es que reconoce una serie de derechos fundamentales y libertades públicas a todos los ciudadanos; que garantiza principios como el de legalidad, la tipificación de los delitos, la presunción de inocencia, la separación de poderes, la seguridad jurídica, la tutela efectiva de los tribunales o la función social de la propiedad.

La liviandad con que se acoge la trasgresión de esos principios lleva a una conclusión bastante desilusionante: que en este país, para muchos espíritus impetuosos, la desmesurada tarea de vigilancia constitucional se circunscribe a un solo elemento, un elemento que, curiosamente, resulta a efectos democráticos el más anecdótico y contingente de todos: la concreción de a qué pueblo corresponde la soberanía nacional.

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