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Columna
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Libros

Hay que recoger la casa de verano. La verdad es que sólo ordenamos bien las casas de verano cuando debemos abandonarlas, quizás con la intención de convertir las despedidas en un hasta pronto, volveremos el año que viene y nos estarán esperando las cosas en su sitio. Durante las vacaciones sobran las disciplinas, los programas cerrados, y convivimos con un desorden amable, un desarreglo casero y sentimental que corresponde a nuestro estado de libertad. Somos dueños del tiempo, que ya es bastante, y sólo necesitamos ejercer una autoridad blanda sobre el espacio. Pero hoy toca recoger, la maleta de los libros está sobre la cama. Mientras busco los ejemplares que echo en falta por los cuartos de los niños, que ya son adolescentes y han aprendido a robarme libros demasiado pronto, me veo a mí mismo en la cama, leyendo, sin ningún reloj que agobie, sin obligación de hacer orden, sin compromiso que me obligue a abandonar la isla o a bajarme del caballo, a dejar a medias la batalla o a romper la atmósfera tristona de unos versos. Siempre que hablamos de libros nos ponemos serios, demasiado serios, utilizamos argumentos públicos, invocamos la civilización, la tolerancia, los valores educativos de la ficción, la virtud dignificadora de las humanidades, la necesidad de otorgarle un corazón y una conciencia a Fiera Loca, el jefe blanco del progreso, más cruel que cualquier indio apache. Y todo es verdad, pura verdad, pero verdad a medias, porque miro los libros en las mesillas de noche de mis hijos y me acuerdo de mi madre, ¿dónde estará este niño?, abriendo la puerta del dormitorio y gritándome que deje de leer, que ya nos vamos, que hay que cerrar la casa, que tu padre está esperando con el coche en la calle.

La utilidad social de la lectura no es más cierta que el egoísmo privado con el que los lectores nos encerramos en un libro con la esperanza de que nadie venga a interrumpirnos mientras la mujer adúltera acude a su primera cita o el asesino consigue escaparse de la policía. Leemos por vicio, por necesidad, porque nos sentimos dueños del tiempo y de un espacio flexible, porque nos acomodamos en una butaca o en una cama al lado de nosotros mismos, acompañados por nuestras pasiones, por nuestro rencor y nuestra generosidad, muy cerca del muchacho que se quedó atrapado en una historia y empezó a temer el grito de una madre, la hora de la cita, el timbre de la puerta. Desde entonces los libros son una segunda residencia en la que no hay que hacer demasiado orden, una casa que sabe acompañarnos a través de los aviones y los hoteles, una puerta que nos encierra en nosotros mismos. Claro que para casarse hay que tener casa, y ya sé que los libros te ponen casa, para casarte después con las preocupaciones de la ciudad. Uno empieza entusiasmándose con la libertad de los piratas honrados y acaba detrás de una pancarta, pidiendo para el mundo el final feliz de los cuentos. Eso es verdad, pero mientras recojo los libros de este verano, los poemas de siempre, las novelas nuevas, los ensayos pendientes, me confieso que leo por puro egoísmo. Y sé que durante el curso que se nos viene encima, mientras defienda en clase y en las conferencias la utilidad social de la lectura, mi verdadera preocupación será buscar el hueco egoísta que me permita encerrarme en mi cuarto a leer.

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