A vista de campana
Cuando le dije a aquella amiga que me iba de fin de semana al Rincón de Ademuz, un brillo incrédulo en sus ojos la delató.
-¿Y qué se te ha perdido allí?, balbuceó enseguida sin pestañear.
El Rincón, en efecto, tiene algo que favorece ipso facto el escepticismo, quizá porque nos hemos acostumbrado a contemplarlo como esa excrecencia occidental en el mapa del País Valenciano, esa especie de mancha inadvertida que, entre Cuenca y Teruel, nos recuerda la malformada esbeltez congénita de nuestro territorio. La lozanía agreste de su paisaje, sin embargo, así como la pureza de emociones que segregan en nosotros los interiores despoblados nos mueven al viaje sin ninguna clase de pesar.
"Digamos que no ha querido perderse ninguna guerra, desde la conquista de Pedro II"
"En Castielfabib encontraría ahora no mucho más de quinientos pobladores"
Entre los Montes Universales y la Sierra de Javalambre destaca singularmente Castielfabib, cuyo nombre de enrevesada etimología procede al tiempo del latín y el árabe. Castil-Al'Habib -Castillo del Amigo- es el bífido inductor de la sonora denominación moderna, y la alusión al castillo no es precisamente baladí. Situada en la altura, esta antigua villa fortaleza tiene en su haber un denso historial de conflictos bélicos. Digamos que no ha querido perderse ninguna guerra, desde la conquista de Pedro II en el siglo XII hasta la última contienda civil.
Su iglesia -Nuestra Señora de los Ángeles- tiene ese aire recio, calórico y punitivo de las fortalezas antiguas. Esos ángeles de Nuestra Señora debieron ser, a lo que parece, mitad monjes y mitad soldados, y la manera que han encontrado los mozos del lugar para perpetuar sus hazañas verticales ha sido subirse a la campana cada Semana Santa y en las fiestas patronales, que tienen lugar ritualmente cada mes de septiembre. Volteando con el bronce móvil los lugareños le han añadido a la inmemorial leyenda bélica un punto de impavidez contorsionista. En otros sitios, ciertamente, acostumbran a lanzar animales desde los campanarios, y es bueno que en Castielfabib hayan preferido corregir la malsana cazurrería zoológica de la Hispania interior con una demostración de valor estrictamente antropológica.
Castielfabib son, además, sus cinco aldeas habitadas. En una de ellas, Los Santos, en el bar Pegaso por más señas, cenamos apreciablemente bien en un junio suave, con una botella de Espumosos González sobre la mesa y un expositor al lado de vídeos pornográficos. Esa conciencia contradictoria de modernidad se continuaba en el propio nombre del establecimiento -Bar Pegaso-, que no sabríamos dilucidar si era una alusión mitológica o simplemente camionera.
En estos parajes, por otro lado, tiene lugar en parte la prodigiosa narración de la guerra civil que nos ha ofrecido recientemente Miquel Siguán. En La guerra als vint anys (La Campana) rememora su más o menos tranquila etapa de retaguardia encuadrado en una brigada anarquista. Para un bachiller -entre analfabetos- que confiesa no tener mentalidad militar, era preciso potenciar una mirada sobre la realidad del frente caracterizada por su extrañeza, y es eso lo que dota a sus memorias de un horizonte verosímilmente literario, y lo que nos las hace tan cercanas. El resultado es un libro vivo y astuto, perfectamente actual, entrañable en cuanto está escrito desde la ausencia de pretensiones librescas.
No sé si Siguan ha vuelto alguna vez a visitar aquel escenario de sus desvelos castrenses y juveniles. En Castielfabib encontraría ahora no mucho más de quinientos pobladores -ciento ochenta y siete en el pueblo estricto y el resto en las aldeas-, aunque también siete mil cabezas censadas de ganado lanar. Esta promiscuidad de hombres y animales ni siquiera altera la densidad global de población, que viene siendo ya escandalosamente escasa.
Y esto es Ademuz, señores. ¿Que qué se me perdió allí? Lo que en todos los lugares a donde viajo: el ansia irreprimible de estar en otro lado.
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