Pensó en Banfield
Yo no utilizaría otra cosa que no fuese el tren para ir a Argentina. Desde Bilbao, claro. Porque desde Algorta, desde la estación que está al lado de mi casa, por ejemplo, se empeñan en no salir trenes para Buenos Aires o para Lima.
Aunque un poco más largo que en avión, ir en tren es menos engorroso, porque se puede leer, de 15 a 19 libros, o se puede jugar al yoyó sin que nadie te llame la atención, porque todo el mundo entiende que aquel que va en tren a Argentina tampoco va a ser un ser cotidiano.
Y así es como he llegado a este tren construido, hace más de mucho tiempo, por ingenieros ingleses. Y fue uno de esos ingenieros ingleses (esto lo digo sin ninguna confirmación documental, cosa que poco importa) el que dio nombre a la localidad donde voy a bajarme del tren: Banfield. El pueblo donde vivió Julio Cortázar toda su vida.
Me dijo entonces que hay gente que cree que para entender el mundo tiene que ver todo el mundo. Luego dijo: "Ni mucho menos"
Por mucho que se diga que Cortázar nació en Bélgica, que pasó, de muy pequeño, algún año en Barcelona, jugando en el parque Güell, bañándose en el Mediterráneo, que luego estuvo en Banfield algunos años, algún otro año en alguna provincia argentina, dando clases en una escuela o instituto o, incluso, en una universidad joven, que también vivió en Buenos Aires, claro, y que acabó en París y viajando por todo el mundo, no es verdad; Julio Cortázar vivió toda su vida en Banfield. Porque lo que está claro es que si Cortázar no hubiera pasado toda la vida en Banfield, no habría escrito lo que escribió; se podría demostrar fácilmente esto.
Y es por eso por lo que decidí visitar a Julio Cortázar en su casa de Banfield. Y es por eso por lo que cogí un tren que me llevase directamente a, por lo menos, Buenos Aires, aunque para mi sorpresa llegó hasta el mismo Banfield, hasta una estación color armario. Y encontré rápidamente la casa de Julio Cortázar, porque todo el mundo conocía en Banfield la casa de Julio Cortázar. Es el hombre más alto de Banfield, me dijeron. Como para no conocer al hombre más alto de Banfield.
Tenía un jardín la casa de Cortázar, y un árbol o dos, y una cabina de ascensor, sin cables por arriba ni por abajo. Un hombre con bigote pequeño me dijo que no encontraría a Julio en casa, que había salido y que no estaría muy lejos porque Julio nunca iba muy lejos. También me dijo que era la persona más alta del pueblo.
Era verdad: encontré a Cortázar no muy lejos de allí. Estaba en cuclillas, mirando a una especie de rampa de cemento escandalosamente pequeña. Miraba muy fijamente a la rampa. Como no se suele mirar a las rampas.
-Hola, soy -dije.
-¿Tú piensas tu vida? -me contestó.
Claro, no dijo "tú" ni dijo "piensas". Dijo "vos pensás". Pero todo esto pasó hace cuatro meses y, por lo menos, tres horas, y es imposible que yo recuerde todo lo que me dijo Cortázar aquella tarde y, mucho menos, la manera en que me lo dijo.
-¿Tú piensas tu vida?
-Sí. Creo.
Yo sabía bien de lo que estaba hablando. Cortázar no hacía caso a nadie. Quiero decir que pensaba todo lo que hacía, que no lo hacía así porque todo el mundo lo hiciese así (como no escribía así porque todo el mundo escribiese así).
Cortázar pensaba en las zapatillas de estar en casa, por ejemplo. Lo normal es que todo el mundo se ponga las zapatillas cuando llega a casa. Porque siempre todo el mundo se ha puesto las zapatillas al llegar a casa, cómo no. Pero Cortázar pensaba: a) parte positiva de ponerse zapatillas: 1, con los zapatos, si estuvieran sucios, podría llegar a manchar la casa (así, "podría"); b) parte negativa de ponerse las zapatillas: 1, estaba a gusto con los zapatos (si no, no se los habría comprado, como parece que es lo normal); 2, los zapatos mantienen el calor del paseo (al ponerse las zapatillas siempre se pierde calor, y los pies acaban fríos, en agosto, en Argentina). Y decidía no ponerse las zapatillas. Porque tenía dos razones en contra y una a favor. Eso es pensar la vida. Creo.
-¿Tú piensas tu vida?
-Sí. Creo.
-Y ¿con qué estilo piensas?, dijo. -¿Te pones corbata para pensar?
-No. Creo.
Menos mal que volvía a saber de lo que estaba hablando. Y es que Cortázar hablaba de esta manera de ciertos escritores: "¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de muro de la
vergüenza?". En el momento de ponerse a trabajar en un cuento o en una novela el escritor típico se calza el cuello duro y se sube a lo más alto del ropero. A cuántos conocí que, si hubieran escrito como pensaban, inventaban o hablaban en las mesas de café o en las charlas después de un concierto o un match de box, habrían conseguido esa admiración cuya ausencia siguen atribuyendo a las razones deploradas con lágrimas y folletos por las sociedades de escritores: esnobismo del público que prefiere a los extranjeros sin mirar lo que tiene en casa, alevosa perversidad de los editores y no sigamos, que va a llorar hasta el nene".
Fuimos entonces a su casa. Era una casa amable, y cada habitación era un sitio. Quiero decir que una habitación era París, otra habitación era Buenos Aires y otra habitación era El resto del mundo. En el pasillo había carteles: París 4 m, Buenos Aires 7,3 m... La cocina era territorio desmilitarizado.
Entramos primero en París. Estaba lleno de planos del metro. Me dijo que todo metro y, sobre todo, todo plano de metro se diseñó para que las personas jueguen. El metro no se hizo para llevar a la gente y para traer a la gente; el metro se diseñó para que las personas jugasen con los planos del metro, todas esas rayitas azules y verdes y rojas. Yo escribí varios cuentos jugando con el metro de París, me dijo. Luego me dijo que lo mismo pasaba con la literatura, que la literatura está diseñada para jugar. Por mucho que las editoriales se empeñen en creer que son empresas o, incluso, multinacionales; por mucho que los escritores se empeñen en creer que son ingenieros, la literatura se diseñó para jugar. Y no es otra cosa. O sí. Eso dijo.
Después entramos en Buenos Aires, cómo no. Había un sillón roto allí. Me hizo sentarme en aquel sillón y entonces me acordé de la pregunta. Cómo estando con Julio Cortázar no preguntarle por la salud de los cronopios. ¿Tú estás bien?, me dijo. Sí. Más o menos, dije. Pues eso. Yo también. Así habló.
Después me leyó un texto para que yo explicase lo que es un cronopio al que no sabe lo que es un cronopio. Y lo leyó con sus erres enrevesadas:
"Un cronopio que anda por el desierto se encuentra con un león, y tiene lugar el diálogo siguiente:
León: -Te como.
Cronopio (afligidísimo pero con dignidad): -Y bueno.
León: -Ah, eso no. Nada de mártires conmigo. Échate a llorar, o lucha, una de dos. Así no te puedo comer. Vamos, estoy esperando. ¿No dices nada?
El cronopio no dice nada, y el león está perplejo, hasta que le viene una idea.
León: -Menos mal que tengo una espina en la mano izquierda que me fastidia mucho. Sácamela y te perdonaré.
El cronopio le saca la espina y el león se va, gruñendo de mala gana.
-Gracias, Androcles".
Después fuimos a la habitación El resto del mundo. No había allí ninguna señal: quiero decir que no había banderas, por ejemplo, o símbolos folclóricos, por ejemplo. Era una habitación neutra. Me dijo entonces que hay gente que cree que para entender el mundo tiene que ver todo el mundo. Luego dijo ni mucho menos, o algo así. Abrió un cajón y sacó un pelo pequeño; podía ser una pestaña o un pelo de ceja. Es la pestaña de un hindú, me dijo. Suficiente. Y era verdad, porque la pestaña era muy oscura y muy natural, y se veían en ella muchas cosas, de la India y de los ríos de la India. Y yo sabía que me estaba volviendo a hablar de literatura y de las elipsis y de la estilización y del estilo.
Me convenció de que donde mejor se estaba, por mucho que nos gustara la literatura, era en la mesa del jardín. Y estuvimos en la mesa del jardín, hasta la noche, hasta el fresco. Y me atreví a preguntarle lo que me rondaba por la cabeza desde que le había visto en cuclillas delante de la rampa de cemento:
-¿Qué estabas mirando en la rampa?
-Solíamos bajar esa rampa con nueve años. Resbalando. Juan y yo. Horas pasábamos bajando la rampa. Juan y yo. Con nueve años. Rompí tres pantalones en esa rampa: dos azules y unos verdes. Muy muy feos, los verdes.
Fuerza creadora
Julio Cortázar nació en Bruselas en 1914, de padre argentino y madre francesa. A corta edad se t rasladó a Buenos Aires, donde gestó, en la vida arrabalera de la ciudad porteña, los rasgos primordiales de su mundo literario. Durante toda su vida compaginó la aceptación del riesgo literario y la aventura estética con el compromiso político, cívico y moral. Sus comienzos literarios, en los años cuarenta, fueron la poesía y la crítica literaria, para iniciar en la década siguiente, con el exilio en París, sus libros de relatos. En 1963 publica Rayuela, novela que una gran mayoría de críticos considera uno de los libros más importantes de la literatura contemporánea. Cortázar traduce en su obra literaria el heroísmo del outsider, la búsqueda existencial y literaria de otra dimensión más intuitiva del hombre y el descubrimiento de la fuerza creadora de la insatisfacción. El autor de Historias de cronopios y de famas (1960) y Libro de Manuel (1973), nacionalizado francés en 1981, murió en París en 1984.
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